La brecha
(Leyendo a Clara Pastor)
«Obviamente hay que mantener una cierta cantidad de
fe literaria y no tener miedo de viajar con la propia obra
hacia los márgenes, las selvas y las zonas de peligro…»
Loorrie Moore
Sobre escribir, en: A ver qué se puede hacer.
Basta un gesto, una palabra, una mirada, un silencio, para alejar para siempre a un hombre y a una mujer que parecían inseparables la víspera. Podrán seguir conviviendo, podrán fingir que todo sigue igual, que no ha sido más que un malentendido; o bien, triste consuelo, que es ley de vida (absurda expresión, la vida no se rige, nunca lo ha hecho, por leyes de ninguna clase), que la convivencia tiene sus servidumbres, y nadie se libra. Pero hay algo que se ha roto, ambos lo saben, ambos saben que el otro lo sabe y que ya nada volverá a ser lo mismo, aunque ellos sean los mismos. Nada dura, nada es para siempre, todo se acaba algún día, todo lo que empieza tiene un final, y el final siempre está cerca.
Clara Pastor, traductora y editora, fundadora de la pequeña gran editorial Elba en 2009, ha escrito unos inquietantes cuentos sobre la enorme, insalvable distancia que separa a los hombres y mujeres, que sin embargo hablan el lenguaje del amor. Las enormes, las insalvables distancias, no son necesariamente las mayores ni las más profundas. No es en última instancia la distancia lo que separa a los hombres. La distancia aleja o acerca, pero no siempre separa. Son cuentos sobre hombres decepcionados y mujeres desencantadas. Cuentos sobre niños a los que nadie lee ya cuentos en la cama antes de dormir. Niños que tienen pesadillas que no cuentan a nadie, que odian a sus padres y aman a los animales. Cuentos sobre parejas rotas por dentro y recompuestas por fuera, sobre mujeres solas y hombres solitarios. Sobre hijos que repiten mecánicamente la ceremonia del amor filial. Que preguntan lo que nunca tuvo respuesta: ¿Estás triste mamá? ¿En qué estás pensando mamá? (El final del verano). Dicho de otro modo, dicho con las palabras de la viajera protagonista de otro de los cuentos, El triunfo de la botánica, estos cuentos son: “un espléndido fresco de las sutiles emociones de las que es capaz el ser humano en unos tiempos convulsos en los que éste parece estar cada vez más alejado de su ser más íntimo y veraz.” (pág. 139)
Paula, así se llama la protagonista de El triunfo de la botánica, está esperando a que el elegante desconocido que está cenando solo, como ella, y le ha sonreído al pasar, se le acerque y haga algún comentario banal. No tiene prisa, confía plenamente en su poder de seducción, no es, evidentemente, la primera vez, ni será la última se dice a sí misma con cierta resignación. También ella está pensando en temas banales de conversación, banales aunque no vulgares (y qué mejor tema de conversación que un libro). Entonces piensa en la novela que había comprado en el aeropuerto y dejado encima de la cama a medio leer, y que casi con toda seguridad dejará mañana olvidada en la habitación. No recuerda el título, ni el autor, lo que ya es una buena manera de empezar. ¿Por qué el mismo libro no es nunca el mismo libro para dos personas? ¿Por qué dos personas que llevan años compartiendo su vida, que tienen los mismos amigos, que viajan juntas, que se acuestan juntas, que ven la televisión juntas, de pronto un día se miran y no saben qué decirse? ¿Por qué no recuerdan lo mismo ni olvidan lo mismo? Aparentemente viven la vida que quieren vivir, aparentemente nada los separa, aunque tampoco nada los une, a no ser precisamente las apariencias. La mujer, que está pensando ahora si no debería haberse arreglado más, pues nunca se sabe cómo puede terminar una cena que en principio vas a hacer sola, descarta inmediatamente estas reflexiones. Demasiado trascendentales, piensa. Demasiado arriesgado para empezar. Mejor algo más…, o algo menos…, ¿viajes? Eso es. Seguro que han estado en los mismos sitios. Los viajes son una apuesta segura que pocas veces falla. Y entonces, “¡qué dulce expectación pensar en cómo se desarrollaría la conversación! Podía hablarle de la basílica de Torcello y bromearían sobre cómo en Italia siempre había algo de lo que uno quería ver que estaba en obras”. (El triunfo de la botánica, pág. 139.)
Pero antes de continuar, antes de seguir leyendo lo que no pretende ser más que una reseña de un lúcido y refinado libro de cuentos, en el caso de que el lector haya llegado hasta aquí, y no haya decidido hacer algo más práctico, casi cualquier cosa es más práctica que leer una reseña, digamos unas palabras sobre ese género literario que hace tiempo rompió sus ataduras formales, a las que debía gran parte de su prestigio, y que los críticos literarios, esos lectores que empiezan los libros por el final, tan dados a establecer jerarquías y filiaciones, consideraban no hace mucho el género más difícil: un cuento, nos decían, y nos dicen todavía algunos, tiene que poder leerse de un tirón, un cuento tiene que concluir siempre, un cuento tiene que desarrollar una única idea. Algunos llegan incluso a prescribir una extensión máxima. (La mínima la estableció, como todo el mundo sabe, el dinosaurio de Augusto Monterroso.) Un cuento no debería tener más de 50 páginas. El cuento requiere además una precisión en el detalle y un dominio de la metáfora difíciles de alcanzar antes de los cuarenta (años, evidentemente, sin olvidar que no todo el mundo tiene cuarenta años a los cuarenta años). Y que no se puede escribir sin haber leído antes muchos libros, no necesariamente cuentos, pero sí deben pertenecer a eso que solemos llamar todavía literatura, sin saber muy bien en qué consiste, y vivido algunas experiencias, no siempre ni necesariamente felices. Tópicos estos que, como suele pasar con todos los tópicos, no son verdad ni mentira, sino ambas cosas y ninguna a la vez. Tópicos continuamente desmentidos. Sólo las excepciones cuentan.
Volvamos de nuevo a Los buenos vecinos y otros cuentos, a esos once inquietantes cuentos, “como nubes encadenadas que pasan sin descargar.” (Los que nadie fueron, pág. 102). Yucatán, el séptimo de ellos, es un cuento en el que la tensión va subiendo poco a poco, alimentada por uno u otro de los protagonistas, y que termina con esta inquietante frase: dos personas frente al mismo paisaje ven cosas tan distintas. Es como si se turnaran, como si no quisieran dejar pasar la ocasión de herirse, de ofenderse mutuamente, de cobrarse alguna deuda pendiente, siempre tenemos deudas pendientes, aunque sean imaginarias. El viaje –una vez más el viaje– que pensaban que volvería a unirlos como otras veces, esta no sólo no lo consigue, sino todo lo contrario, pone de manifiesto y ahonda sus insalvables diferencias, su desarraigado arraigo. Y entonces uno dice (esta vez es en Cambio de piel, otro demoledor cuento): “Es complicado saber lo que se siente. Separar lo que uno tiene de lo que uno desearía”. (pág. 83) Y esas pocas palabras, dichas casi con desgana, dichas para salir del paso, ponen una vez más de manifiesto la brecha que se ha ido abriendo entre ellos poco a poco, y que ninguno de los dos tiene ya ganas ni intención de cerrar.
Detrás de los cuentos de Clara Pastor están sin duda sus numerosas lecturas, están sus autores favoritos (a muchos de los cuales, repetimos, ha traducido y editado), está su experiencia del mundo, de este mundo cada día más inhóspito y absurdo, pero también más sorprendente y bello. Este mundo en el que lo único que está mal, como dijera en una ocasión Chejov, somos nosotros. Y está la voluntad de escribir, porque la autora sabe, siempre lo ha sabido, que sólo «escribiendo es como uno se fortalece y se construye a sí mismo.» Y también que basta con un detalle, con un gesto, una palabra, una mirada, un silencio, para romper lo que ha costado años construir.
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