Ludwig el extraterrestre
Sinopsis
Un meteorito cae en un bosque de Alemania y unos científicos que se han dedicado a estudiarlo descubren que contiene carga genética. Después de laboriosos experimentos, logran extraer el ADN de la piedra y traen a la vida a un ser extraterrestre. Lo que se cuenta en este libro es la historia de Ludwig, un niño «caído de las estrellas».
Al tratarse de una obra que aspira a promover la curiosidad científica entre los lectores —de cualquier edad—, sobrevuelan este relato de ficción una infinidad de interrogantes. Una pregunta se destaca sobre el resto para mirar directamente a los ojos muy abiertos de los lectores: «¿Existe vida más allá de nuestro planeta?». Luis Ruiz de Gopegui nos invita a pensar en ello, y nos brinda, además, una estupenda ocasión para conocer cómo funciona la cabeza de los científicos y cuáles son las actividades que habitualmente llevan a cabo.
Las ilustraciones han sido realizadas por Juan Miguel Aguilera, al igual que en el anterior libro de Luis publicado en esta misma colección, Seis niños en Marte. Juan Miguel ha partido de imágenes extraídas de escenarios reales, como centros de investigación y antenas espaciales, para mover por ellos a los personajes que protagonizan el relato.
Se recomienda, antes y después de leer este libro (porque es difícil hacer las dos cosas al mismo tiempo), levantar la vista hacia las estrellas y contemplar el cielo nocturno desde un lugar despejado.
¿Por qué te lo recomendamos?
El explorador Luis Ruiz de Gopegui
por Belén Gopegui
Seis niños han conseguido llegar a Marte y tú lo sabes porque alguien llamado Luis Ruiz de Gopegui te lo ha contado. Luis es un científico escritor y yo soy su hija. Cuando era pequeña él trabajaba en lo que en casa llamábamos «la estación espacial». No, no era una estación de las que luego orbitarían alrededor de la Tierra, pero me parecía un sitio igual de fantástico. El cartel que había en el umbral, como avisando del principio de una aventura, decía: «Instalación de Fresnedillas para Vuelos Espaciales Tripulados (MFSN): entrada sólo con autorización». Entre piedras, arbustos y colinas desiertas había dos edificios bajos junto a la gran antena blanca de veintiséis metros de diámetro. Años después se la llevaron a la Base de Seguimiento Aeroespacial de Robledo de Chavela, donde aún hoy sigue junto con otras ocho de diferentes tamaños. Por ser la más antigua, la llaman La Dino, aunque para mí siempre fue «la antena» a secas. No había ninguna otra en mi mundo. Recuerdo haber ido varias veces a verla, con amigas o con el colegio, y sé que una de las veces subimos bastante arriba, pero sin llegar hasta el plato. Me gustaba eso del «plato». Un plato sopero, claro.
Una de las cosas que me ha enseñado mi padre sobre la ciencia es a encontrar relaciones de semejanza entre los hechos que se producen en un universo prodigioso —a distancias casi inimaginables, con más de cien millones de estrellas sólo en nuestra galaxia— y los otros hechos más comunes, las cosas normales de la vida corriente. Una antena espacial no es sólo un aparato sofisticado capaz de entablar comunicación con naves muy lejanas: es también un gran plato sopero sujeto sobre unos hierros para que esté a gran altura, un plato que se mueve y logra concentrar en el vértice cóncavo la energía que le envían desde muy lejos, convirtiéndola en ondas electromagnéticas. Tal vez los platos soperos, los de la vida diaria, también tengan un vértice así, uno donde se concentran todos nuestros pensamientos y lo que soñamos mientras, cucharada a cucharada, comemos, crecemos.
Mi padre me contaba que, de niño, durante la guerra, no podía ir al colegio: en cambio, algunas tardes acudía con su hermana a un caserón donde estaba escondido mi abuelo y allí él les leía libros como Ben Hur, la novela de Lewis Wallace, y aventuras de piratas. Desde entonces, dice, le gustaron las historias. Y aunque luego la vida le obligó a él mismo a ser el personaje de unas cuantas, sin dejarle apenas tiempo para inventar las suyas, al final ha podido escribir algunas de las que había imaginado. En cuanto a las que le pasaron de verdad: Luis Ruiz de Gopegui nació en Madrid, el 16 de febrero de 1929. Estudió Ciencias Físicas, fue después con una beca a la Universidad de Stanford, volvió a Madrid y trabajó en el Departamento de Electrónica de Alta Frecuencia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Un día vio un anuncio en un periódico: «se requiere personal para la estación de la Base de Seguimiento de Vehículos Espaciales de Robledo de Chavela». Hacía falta saber inglés y electrónica. Mi padre sabía las dos cosas, se presentó y lo eligieron. Esto puede parecer muy normal, pero si lo pusiéramos en una película o en una novela, seguro que casi nadie se lo creería, sobre todo hoy, cuando a tantas personas les resulta difícil poder trabajar haciendo lo que saben.
Mi padre se convirtió en el jefe de los equipos de radiofrecuencia de la estación de Robledo de Chavela, hasta que dos años después decidieron trasladarle a la estación de Fresnedillas. Allí estaba la antena de color blanco por la que yo trepé de pequeña, y no es una antena cualquiera: en 1969 se utilizó para el seguimiento de la nave Apolo XI en su viaje a la Luna. Hacían falta tres estaciones que cubrieran todo el espacio exterior para que la nave no perdiera nunca comunicación: una en Estados Unidos, otra en Australia, y la tercera en Madrid, en Fresnedillas de la Oliva. Madrid estuvo ocho horas diarias en contacto con aquella nave. Fue durante una de esas horas cuando el astronauta Neil Armstrong dijo: «Houston, aquí Base de la Tranquilidad, el Águila ha aterrizado» anunciando así al mundo, a través del pequeño Houston de Fresnedillas, que el Apolo XI ya estaba en la Luna. Los técnicos españoles y norteamericanos de la estación fueron el único contacto terrestre con la nave durante todo el alunizaje, la fase más crítica de la misión.
Luis Ruiz de Gopegui siguió desde la Tierra muchos otros vuelos espaciales, estuvo en comunicación con el Apolo XIII cuando empezaron los problemas técnicos, participó en la última misión del programa Apolo, la llamada Apolo-Soyuz, en la que se logró el primer acoplamiento en órbita entre una nave soviética, la Soyuz, y una estadounidense, la Apolo. Como el acoplamiento se produjo justo en la vertical de Madrid, Fresnedillas fue la encargada del seguimiento. Mientras se hacían las maniobras ocurrió una historia muy divertida con los astronautas y la cinta donde se grabó todo lo que dijeron. Si sientes curiosidad, puedes buscar en Internet el vídeo donde Luis la cuenta: http://mrgorsky.wordpress.com/2010/07/20/35-aniversario-de-la-mision-conjunta-apolo-soyuz/ o, mejor aún, un libro que escribió, titulado Mensajeros cósmicos, donde aparecen ésa y otras anécdotas, además de la preciosa proposición de un arca de Noé galáctica.
Luis también participó en los programas relacionados con el llamado «Laboratorio del Cielo» o Skylab, una construcción diseñada para hacer actividades en el espacio exterior. Skylab se parecía un poco a la nave de este libro, porque los astronautas pasan mucho tiempo dentro de ella: los primeros que la visitaron estuvieron allí cuatro semanas completas. Skylab orbitó alrededor de la Tierra de 1973 a 1979, luego el autor de este libro estuvo implicado en los vuelos del transbordador espacial, un avión capaz de poner hombres y satélites en órbita y regresar a tierra. Los últimos diez años de su carrera profesional, Luis fue director de todos los programas de la NASA en España. A lo largo de su vida ha colaborado también con otras importantes agencias espaciales de prestigio, como la europea ESA, la japonesa NASDA y la GLAVKOSMOS, de la antigua Unión Soviética.
Durante todo ese tiempo solían llegar a su trabajo, a veces dirigidas a él personalmente, cartas de personas de todo el mundo que decían haber visto un extraterrestre o varios, o un platillo volante, o que le preguntaban si era verdad que durante los vuelos espaciales se habían encontrado rastros de otras civilizaciones. Luis Ruiz de Gopegui siempre ha dicho que le encantaría conocer a un extraterrestre y que, si le viera y se diese la feliz casualidad de que ellos comprendieran nuestro idioma, la primera palabra que le dirigiría sería: «¡Amigo!». Sin embargo, como todo buen científico, respeta mucho los datos con los que cuenta, los hechos conocidos, demostrables, reales o que al menos lo parecen hasta este momento. Y ninguna de esas cartas ni de las noticias que se publicaban cada cierto tiempo en los medios de comunicación se refería a algo que pudiera ser de verdad una presencia extraterrestre. Como a Luis le gusta explicar las cosas, y como además tenía un puesto de trabajo relacionado con esos asuntos, sucedió que durante muchos años los periodistas le llamaban para que concediera entrevistas y participase en debates donde siempre le tocaba explicar cómo aquello que para otros había sido un extraterrestre fue en realidad un insecto que cruzó cerca del telescopio, o un efecto de la propia imaginación, o el sol golpeando en el ala de un vehículo aéreo.
Tantas veces tuvo que contar eso que terminó escribiendo un pequeño libro titulado Extraterrestres ¿mito o realidad?, en donde expone los distintos argumentos a favor y en contra de la existencia de alienígenas. Allí defiende que es difícil que haya vida inteligente en otros planetas, pero sobre todo que es dificilísimo que podamos llegar a coincidir con ella en el espacio y en el tiempo, y más difícil aún que se den las circunstancias de semejanza necesarias para hacer posible la comunicación. Lo que no cuenta en ese libro es que una noche, cuando paseaba cerca de la plaza de Cuzco y del Estadio Santiago Bernabéu, unas luces misteriosas le enfocaron desde el cielo. ¿Durante cuánto tiempo? Quizá fueron dos minutos, quizá cinco, en cualquier caso, el tiempo suficiente para que Luis Ruiz de Gopegui estuviese, aunque sólo durante segundos, convencido de haber sido él mismo descubierto por esos seres improbables pero deseados. La explicación científica de aquella experiencia se llama helicóptero: al parecer, esa noche había un partido de fútbol importante y los helicópteros recorrían la zona por motivos de seguridad. Pero también hay explicaciones literarias: acaso en un lugar muy muy lejano existe una inteligencia tan distinta de la nuestra que no habita en un cuerpo, sino que es un conjunto de ondas con forma de nube, un superorganismo parecido a la nube negra, de la novela de Fred Hoyle. Nuestra nube no es negra sino del mismo color azul con que se escriben los enlaces de la Red; en vez de desplazarse por el espacio, está siempre quieta y, para comunicarse, recurre a generar imágenes en los cerebros de algunos individuos de planetas de otras galaxias que le caen bien. Una mañana se despertó, si es que los superorganismos duermen y se despiertan, con el ánimo desenfadado y quiso saludar a un científico que vivía en un lugar llamado Madrid y en ese momento paseaba de noche por las inmediaciones del Estadio Bernabéu.
El Luis Ruiz de Gopegui escritor es autor de otros libros sobre la actividad exploradora en el espacio, Rumbo al Cosmos y Hombres en el espacio: pasado, presente y futuro, y también de dos novelas. En 82 Erídano, en torno al año 2050 una nave tripulada por extraterrestres se aproxima a la Tierra mientras aquí se discute qué hacer, cómo comportarse con esos huéspedes que tal vez sean amigos o tal vez invasores. En Regreso a la Luna, avanzado el siglo XXI, la humanidad vuelve por fin a la Luna, con una base estable, y se producen una serie de descubrimientos y azares con una estimulante sorpresa final. Además, en 1983 Luis Ruiz de Gopegui escribió un libro muy distinto de los otros suyos. No trata del espacio, sino del cerebro. Se llama Cibernética de lo humano y estudia las correlaciones entre la materia inanimada, la vida y la mente. Es el libro del que Luis se siente más orgulloso, pues en aquellos años muy pocas personas se atrevían a enunciar abiertamente no sólo que «el hombre es, quiera o no reconocerlo, un organismo natural inmerso irremediablemente en el mundo físico y sometido necesariamente a todas las leyes de la naturaleza», sino también las consecuencias de «comprender que la libertad individual no tiene sentido alguno, concebida como se la concibe en la actualidad». Muchas veces he discutido con él sobre el determinismo, en especial mientras estudiaba Derecho, y desde entonces se me ha quedado grabado este ejemplo que Luis pone en su libro: «El hombre no crea sus propias actuaciones, sino que las descubre, y esto, ingenuamente, le hace erigirse en su autor. Es algo así como viajar por parajes nunca visitados y participar activamente en su descubrimiento. Los escenarios naturales que vamos encontrando son únicos y determinados, y nunca podrían haber sido diferentes, pero para el que los descubre constituyen una novedad imponente, y eso le hace pensar que son sus paisajes, y pretende, sin darse cuenta, erigirse dueño inmaterial de ellos». La mayoría de las personas pensamos que no descubrimos nuestra vida, sino que la hacemos momento a momento, decisión a decisión. Tal vez sea verdad y tal vez al mismo tiempo no sea del todo verdad. Luis diría que no es tan importante. Importa lo que nos vamos encontrando por el camino y si somos capaces de disfrutar con ello, de admirar lo hermoso y arreglar, o al menos intentar arreglar, lo estropeado. Estas dos cosas son, precisamente, las que hacen los seis niños en Marte protagonistas de la historia que has leído. Como dice Vicente Ferrer, el editor de este libro, «es el cerebro de los niños el que les lleva finalmente hasta Marte. El viaje es posible gracias a su imaginación, a su entusiasmo, a su capacidad de trabajo y a la cooperación del equipo. Que las cosas funcionen correctamente en esta expedición y que el final sea feliz es en gran medida un logro de los niños, puesto que las dificultades a las que se enfrentan son innumerables. Puede que estemos programados para hacer todo lo que estos astronautas hacen, pero ¿quién se para a pensar en eso?».
Seis niños en Marte es una historia que podría pasar. El autor lo explica de este modo: «Un viaje tripulado a Marte aún no es posible. Existen grandes dificultades técnicas que todavía no han podido ser resueltas, como los peligros de las radiaciones cósmicas y el deterioro del organismo al estar sometido a ingravidez durante largos periodos de tiempo. Sin embargo, nadie duda de que con el tiempo se resolverán todos estos problemas y hombres y mujeres privilegiados de la Tierra visitarán ese planeta». Hombres y mujeres que en el futuro podrán ir a Marte… ¿y niños y niñas? ¿Podrán ellos viajar algún día solos a explorar Marte como se cuenta en este libro? Aunque no sabemos si lo harán, Seis niños en Marte nos muestra que a veces hasta lo más inverosímil puede llegar a suceder, y que es emocionante pensarlo y disfrutarlo.
Dice la etimología que la palabra explorar significa «llorar» (plorar) «hacia fuera» (ex), como si explorar fuese convertir la pena en los sitios, las personas y las cosas que recorremos para descubrir lo que hay en ellos. Explorar significa salir en busca de lo desconocido, examinar lugares, países y planetas donde nunca hemos estado. El astrónomo y divulgador científico Carl Sagan explicaba que si toda la historia del universo tuviera el tamaño de un campo de fútbol, en esa escala la historia de la humanidad ocuparía una superficie equivalente a la palma de una mano. Ahí, nuestras vidas, la tuya y la mía, son tan pequeñas que parecerían invisibles, pero son, al mismo tiempo, tan grandes como la nave en la que ahora mismo viajamos, llamada planeta Tierra. Hay que explorar la nave, hay que saber que guarda un caserón que tiembla igual que un espejismo: acércate despacio, empuja la puerta entornada y siéntate. Si escuchas con atención, podrás oír la voz del explorador Luis Ruiz de Gopegui animándote a emprender el viaje de tu vida sin ningún miedo al espacio profundo, ni a las averías, ni a las sorpresas, porque muchas son buenas y siempre habrá un sitio nuevo donde alunizar.