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Ludwig el extraterrestre

25,00€

Sinopsis

Un meteorito cae en un bosque de Alemania y unos científicos que se han dedicado a estudiarlo descubren que contiene carga genética. Después de laboriosos experimentos, logran extraer el ADN de la piedra y traen a la vida a un ser extraterrestre. Lo que se cuenta en este libro es la historia de Ludwig, un niño «caído de las estrellas».

Al tratarse de una obra que aspira a promover la curiosidad científica entre los lectores —de cualquier edad—, sobrevuelan este relato de ficción una infinidad de interrogantes. Una pregunta se destaca sobre el resto para mirar directamente a los ojos muy abiertos de los lectores: «¿Existe vida más allá de nuestro planeta?». Luis Ruiz de Gopegui nos invita a pensar en ello, y nos brinda, además, una estupenda ocasión para conocer cómo funciona la cabeza de los científicos y cuáles son las actividades que habitualmente llevan a cabo.

Las ilustraciones han sido realizadas por Juan Miguel Aguilera, al igual que en el anterior libro de Luis publicado en esta misma colección, Seis niños en Marte. Juan Miguel ha partido de imágenes extraídas de escenarios reales, como centros de investigación y antenas espaciales, para mover por ellos a los personajes que protagonizan el relato.

Se recomienda, antes y después de leer este libro (porque es difícil hacer las dos cosas al mismo tiempo), levantar la vista hacia las estrellas y contemplar el cielo nocturno desde un lugar despejado.

¿Por qué te lo recomendamos?

El explorador Luis Ruiz de Gopegui

por Belén Gopegui

Seis niños han conseguido llegar a Marte y tú lo sabes porque alguien llamado Luis Ruiz de Gopegui te lo ha contado. Luis es un científico escritor y yo soy su hija. Cuando era pequeña él trabajaba en lo que en casa llamábamos «la estación espacial». No, no era una estación de las que luego orbitarían alrededor de la Tierra, pero me parecía un sitio igual de fantástico. El cartel que había en el umbral, como avisando del principio de una aventura, decía: «Instalación de Fresnedillas para Vuelos Espaciales Tripulados (MFSN): entrada sólo con autorización». Entre piedras, arbustos y colinas desiertas había dos edificios bajos junto a la gran antena blanca de veintiséis metros de diámetro. Años después se la llevaron a la Base de Seguimiento Aeroespacial de Robledo de Chavela, donde aún hoy sigue junto con otras ocho de diferentes tamaños. Por ser la más antigua, la llaman La Dino, aunque para mí siempre fue «la antena» a secas. No había ninguna otra en mi mundo. Recuerdo haber ido varias veces a verla, con amigas o con el colegio, y sé que una de las veces subimos bastante arriba, pero sin llegar hasta el plato. Me gustaba eso del «plato». Un plato sopero, claro.

Una de las cosas que me ha enseñado mi padre sobre la ciencia es a encontrar relaciones de semejanza entre los hechos que se producen en un universo prodigioso —a distancias casi inimaginables, con más de cien millones de estrellas sólo en nuestra galaxia— y los otros hechos más comunes, las cosas normales de la vida corriente. Una antena espacial no es sólo un aparato sofisticado capaz de entablar comunicación con naves muy lejanas: es también un gran plato sopero sujeto sobre unos hierros para que esté a gran altura, un plato que se mueve y logra concentrar en el vértice cóncavo la energía que le envían desde muy lejos, convirtiéndola en ondas electromagnéticas. Tal vez los platos soperos, los de la vida diaria, también tengan un vértice así, uno donde se concentran todos nuestros pensamientos y lo que soñamos mientras, cucharada a cucharada, comemos, crecemos.

Mi padre me contaba que, de niño, durante la guerra, no podía ir al colegio: en cambio, algunas tardes acudía con su hermana a un caserón donde estaba escondido mi abuelo y allí él les leía libros como Ben Hur, la novela de Lewis Wallace, y aventuras de piratas. Desde entonces, dice, le gustaron las historias. Y aunque luego la vida le obligó a él mismo a ser el personaje de unas cuantas, sin dejarle apenas tiempo para inventar las suyas, al final ha podido escribir algunas de las que había imaginado. En cuanto a las que le pasaron de verdad: Luis Ruiz de Gopegui nació en Madrid, el 16 de febrero de 1929. Estudió Ciencias Físicas, fue después con una beca a la Universidad de Stanford, volvió a Madrid y trabajó en el Departamento de Electrónica de Alta Frecuencia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Un día vio un anuncio en un periódico: «se requiere personal para la estación de la Base de Seguimiento de Vehículos Espaciales de Robledo de Chavela». Hacía falta saber inglés y electrónica. Mi padre sabía las dos cosas, se presentó y lo eligieron. Esto puede parecer muy normal, pero si lo pusiéramos en una película o en una novela, seguro que casi nadie se lo creería, sobre todo hoy, cuando a tantas personas les resulta difícil poder trabajar haciendo lo que saben.

Mi padre se convirtió en el jefe de los equipos de radiofrecuencia de la estación de Robledo de Chavela, hasta que dos años después decidieron trasladarle a la estación de Fresnedillas. Allí estaba la antena de color blanco por la que yo trepé de pequeña, y no es una antena cualquiera: en 1969 se utilizó para el seguimiento de la nave Apolo XI en su viaje a la Luna. Hacían falta tres estaciones que cubrieran todo el espacio exterior para que la nave no perdiera nunca comunicación: una en Estados Unidos, otra en Australia, y la tercera en Madrid, en Fresnedillas de la Oliva. Madrid estuvo ocho horas diarias en contacto con aquella nave. Fue durante una de esas horas cuando el astronauta Neil Armstrong dijo: «Houston, aquí Base de la Tranquilidad, el Águila ha aterrizado» anunciando así al mundo, a través del pequeño Houston de Fresnedillas, que el Apolo XI ya estaba en la Luna. Los técnicos españoles y norteamericanos de la estación fueron el único contacto terrestre con la nave durante todo el alunizaje, la fase más crítica de la misión.

Luis Ruiz de Gopegui siguió desde la Tierra muchos otros vuelos espaciales, estuvo en comunicación con el Apolo XIII cuando empezaron los problemas técnicos, participó en la última misión del programa Apolo, la llamada Apolo-Soyuz, en la que se logró el primer acoplamiento en órbita entre una nave soviética, la Soyuz, y una estadounidense, la Apolo. Como el acoplamiento se produjo justo en la vertical de Madrid, Fresnedillas fue la encargada del seguimiento. Mientras se hacían las maniobras ocurrió una historia muy divertida con los astronautas y la cinta donde se grabó todo lo que dijeron. Si sientes curiosidad, puedes buscar en Internet el vídeo donde Luis la cuenta: http://mrgorsky.wordpress.com/2010/07/20/35-aniversario-de-la-mision-conjunta-apolo-soyuz/ o, mejor aún, un libro que escribió, titulado Mensajeros cósmicos, donde aparecen ésa y otras anécdotas, además de la preciosa proposición de un arca de Noé galáctica.

Luis también participó en los programas relacionados con el llamado «Laboratorio del Cielo» o Skylab, una construcción diseñada para hacer actividades en el espacio exterior. Skylab se parecía un poco a la nave de este libro, porque los astronautas pasan mucho tiempo dentro de ella: los primeros que la visitaron estuvieron allí cuatro semanas completas. Skylab orbitó alrededor de la Tierra de 1973 a 1979, luego el autor de este libro estuvo implicado en los vuelos del transbordador espacial, un avión capaz de poner hombres y satélites en órbita y regresar a tierra. Los últimos diez años de su carrera profesional, Luis fue director de todos los programas de la NASA en España. A lo largo de su vida ha colaborado también con otras importantes agencias espaciales de prestigio, como la europea ESA, la japonesa NASDA y la GLAVKOSMOS, de la antigua Unión Soviética.

Durante todo ese tiempo solían llegar a su trabajo, a veces dirigidas a él personalmente, cartas de personas de todo el mundo que decían haber visto un extraterrestre o varios, o un platillo volante, o que le preguntaban si era verdad que durante los vuelos espaciales se habían encontrado rastros de otras civilizaciones. Luis Ruiz de Gopegui siempre ha dicho que le encantaría conocer a un extraterrestre y que, si le viera y se diese la feliz casualidad de que ellos comprendieran nuestro idioma, la primera palabra que le dirigiría sería: «¡Amigo!». Sin embargo, como todo buen científico, respeta mucho los datos con los que cuenta, los hechos conocidos, demostrables, reales o que al menos lo parecen hasta este momento. Y ninguna de esas cartas ni de las noticias que se publicaban cada cierto tiempo en los medios de comunicación se refería a algo que pudiera ser de verdad una presencia extraterrestre. Como a Luis le gusta explicar las cosas, y como además tenía un puesto de trabajo relacionado con esos asuntos, sucedió que durante muchos años los periodistas le llamaban para que concediera entrevistas y participase en debates donde siempre le tocaba explicar cómo aquello que para otros había sido un extraterrestre fue en realidad un insecto que cruzó cerca del telescopio, o un efecto de la propia imaginación, o el sol golpeando en el ala de un vehículo aéreo.

Tantas veces tuvo que contar eso que terminó escribiendo un pequeño libro titulado Extraterrestres ¿mito o realidad?, en donde expone los distintos argumentos a favor y en contra de la existencia de alienígenas. Allí defiende que es difícil que haya vida inteligente en otros planetas, pero sobre todo que es dificilísimo que podamos llegar a coincidir con ella en el espacio y en el tiempo, y más difícil aún que se den las circunstancias de semejanza necesarias para hacer posible la comunicación. Lo que no cuenta en ese libro es que una noche, cuando paseaba cerca de la plaza de Cuzco y del Estadio Santiago Bernabéu, unas luces misteriosas le enfocaron desde el cielo. ¿Durante cuánto tiempo? Quizá fueron dos minutos, quizá cinco, en cualquier caso, el tiempo suficiente para que Luis Ruiz de Gopegui estuviese, aunque sólo durante segundos, convencido de haber sido él mismo descubierto por esos seres improbables pero deseados. La explicación científica de aquella experiencia se llama helicóptero: al parecer, esa noche había un partido de fútbol importante y los helicópteros recorrían la zona por motivos de seguridad. Pero también hay explicaciones literarias: acaso en un lugar muy muy lejano existe una inteligencia tan distinta de la nuestra que no habita en un cuerpo, sino que es un conjunto de ondas con forma de nube, un superorganismo parecido a la nube negra, de la novela de Fred Hoyle. Nuestra nube no es negra sino del mismo color azul con que se escriben los enlaces de la Red; en vez de desplazarse por el espacio, está siempre quieta y, para comunicarse, recurre a generar imágenes en los cerebros de algunos individuos de planetas de otras galaxias que le caen bien. Una mañana se despertó, si es que los superorganismos duermen y se despiertan, con el ánimo desenfadado y quiso saludar a un científico que vivía en un lugar llamado Madrid y en ese momento paseaba de noche por las inmediaciones del Estadio Bernabéu.

El Luis Ruiz de Gopegui escritor es autor de otros libros sobre la actividad exploradora en el espacio, Rumbo al Cosmos y Hombres en el espacio: pasado, presente y futuro, y también de dos novelas. En 82 Erídano, en torno al año 2050 una nave tripulada por extraterrestres se aproxima a la Tierra mientras aquí se discute qué hacer, cómo comportarse con esos huéspedes que tal vez sean amigos o tal vez invasores. En Regreso a la Luna, avanzado el siglo XXI, la humanidad vuelve por fin a la Luna, con una base estable, y se producen una serie de descubrimientos y azares con una estimulante sorpresa final. Además, en 1983 Luis Ruiz de Gopegui escribió un libro muy distinto de los otros suyos. No trata del espacio, sino del cerebro. Se llama Cibernética de lo humano y estudia las correlaciones entre la materia inanimada, la vida y la mente. Es el libro del que Luis se siente más orgulloso, pues en aquellos años muy pocas personas se atrevían a enunciar abiertamente no sólo que «el hombre es, quiera o no reconocerlo, un organismo natural inmerso irremediablemente en el mundo físico y sometido necesariamente a todas las leyes de la naturaleza», sino también las consecuencias de «comprender que la libertad individual no tiene sentido alguno, concebida como se la concibe en la actualidad». Muchas veces he discutido con él sobre el determinismo, en especial mientras estudiaba Derecho, y desde entonces se me ha quedado grabado este ejemplo que Luis pone en su libro: «El hombre no crea sus propias actuaciones, sino que las descubre, y esto, ingenuamente, le hace erigirse en su autor. Es algo así como viajar por parajes nunca visitados y participar activamente en su descubrimiento. Los escenarios naturales que vamos encontrando son únicos y determinados, y nunca podrían haber sido diferentes, pero para el que los descubre constituyen una novedad imponente, y eso le hace pensar que son sus paisajes, y pretende, sin darse cuenta, erigirse dueño inmaterial de ellos». La mayoría de las personas pensamos que no descubrimos nuestra vida, sino que la hacemos momento a momento, decisión a decisión. Tal vez sea verdad y tal vez al mismo tiempo no sea del todo verdad. Luis diría que no es tan importante. Importa lo que nos vamos encontrando por el camino y si somos capaces de disfrutar con ello, de admirar lo hermoso y arreglar, o al menos intentar arreglar, lo estropeado. Estas dos cosas son, precisamente, las que hacen los seis niños en Marte protagonistas de la historia que has leído. Como dice Vicente Ferrer, el editor de este libro, «es el cerebro de los niños el que les lleva finalmente hasta Marte. El viaje es posible gracias a su imaginación, a su entusiasmo, a su capacidad de trabajo y a la cooperación del equipo. Que las cosas funcionen correctamente en esta expedición y que el final sea feliz es en gran medida un logro de los niños, puesto que las dificultades a las que se enfrentan son innumerables. Puede que estemos programados para hacer todo lo que estos astronautas hacen, pero ¿quién se para a pensar en eso?».

Seis niños en Marte es una historia que podría pasar. El autor lo explica de este modo: «Un viaje tripulado a Marte aún no es posible. Existen grandes dificultades técnicas que todavía no han podido ser resueltas, como los peligros de las radiaciones cósmicas y el deterioro del organismo al estar sometido a ingravidez durante largos periodos de tiempo. Sin embargo, nadie duda de que con el tiempo se resolverán todos estos problemas y hombres y mujeres privilegiados de la Tierra visitarán ese planeta». Hombres y mujeres que en el futuro podrán ir a Marte… ¿y niños y niñas? ¿Podrán ellos viajar algún día solos a explorar Marte como se cuenta en este libro? Aunque no sabemos si lo harán, Seis niños en Marte nos muestra que a veces hasta lo más inverosímil puede llegar a suceder, y que es emocionante pensarlo y disfrutarlo.

Dice la etimología que la palabra explorar significa «llorar» (plorar) «hacia fuera» (ex), como si explorar fuese convertir la pena en los sitios, las personas y las cosas que recorremos para descubrir lo que hay en ellos. Explorar significa salir en busca de lo desconocido, examinar lugares, países y planetas donde nunca hemos estado. El astrónomo y divulgador científico Carl Sagan explicaba que si toda la historia del universo tuviera el tamaño de un campo de fútbol, en esa escala la historia de la humanidad ocuparía una superficie equivalente a la palma de una mano. Ahí, nuestras vidas, la tuya y la mía, son tan pequeñas que parecerían invisibles, pero son, al mismo tiempo, tan grandes como la nave en la que ahora mismo viajamos, llamada planeta Tierra. Hay que explorar la nave, hay que saber que guarda un caserón que tiembla igual que un espejismo: acércate despacio, empuja la puerta entornada y siéntate. Si escuchas con atención, podrás oír la voz del explorador Luis Ruiz de Gopegui animándote a emprender el viaje de tu vida sin ningún miedo al espacio profundo, ni a las averías, ni a las sorpresas, porque muchas son buenas y siempre habrá un sitio nuevo donde alunizar.

Ficha técnica

Autor/a: Luis Ruiz de Gopegui y Juan Miguel Aguilera
Editorial: Media vaca
ISBN: 9788494362576
Encuadernación: Tapa dura
Nº Páginas: 224
Idioma: Castellano
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Sobre el/la autor/a

Juan Miguel Aguilera

Desde que era muy pequeño, los libros siempre han sido para mí un asunto importante.
Tengo un recuerdo muy claro de los que leí entonces y de las emociones que me causaron.
El primero (no podía ser otro) fue El Principito de Antoine de Saint-Exupéry. Después, me
aficioné a las novelas de Jules Verne. Mi familia tenía una lista con todos los títulos disponibles,
la mayoría publicados por la editorial Molino, e iba tachando los que me regalaban en un santo,
un cumpleaños o en navidad. Como no sólo de Verne puede vivir un niño voraz de lectura como
era yo, también me aficioné a Mark Twain, Stevenson y Emilio Salgari. Más tarde descubrí la
ciencia ficción norteamericana y cambelliana con Isaac Asimov y Larry Niven. Eran los años de la carrera espacial y el Sistema Solar era realmente la última frontera. Recuerdo la emoción de sentarme con mi padre frente al televisor en blanco y negro, el 16 de julio de 1969, y ver en directo la llegada del hombre a la Luna.

Mi primer relato apareció en la revista Nueva Dimensión en 1981, y la verdad es que no creo que fuese gran cosa. Pero era el primer cuento que escribía en mi vida y lo había conseguido publicar sin problemas en una revista prestigiosa, y eso me animó a seguir. Lleno de optimismo, lo siguiente que me propuse hacer fue algo mucho más ambicioso que un cuento. Y más incluso que una novela. Junto con el biólogo Javier Redal diseñé un escenario muy detallado en el que iba a situar una serie de historias. Mi idea era hacer algo amplio en el espacio y el tiempo, como la «Fundación» de Asimov o el «Espacio Reconocido» de Larry Niven. En este universo propio, Javier y yo situamos Mundos en el abismo (1988), Hijos de la Eternidad (1990) y El refugio (1994). Estas novelas, y varios cuentos situados en el mismo escenario, están consideradas por los aficionados como las primeras en nuestro país que abordaban la ciencia ficción espacial desde una perspectiva científica. En palabras del filólogo Fernando Ángel Moreno en su libro Teoría de la Literatura de Ciencia Ficción, «Mundos en el abismo hizo más ambiciosos a todos los escritores de género en muchos sentidos. Su tratamiento de la religión, del space opera, de lo hard, de lo sublime, de la identidad personal, del mundo científico… me parece que han influido muchísimo más que los autores anteriores. Me es fácil encontrar rastros de Mundos en el abismo en mucha ciencia ficción posterior».

Mientras tanto, trabajé como diseñador industrial y fundé en Valencia un estudio de
diseño e ilustración con Paco Roca. Juntos o por separado realizamos muchas de las cubiertas
de libros de ciencia ficción de aquellos años. Empezamos trabajando con la repromáster y con el
aerógrafo, y cuando nuestro amigo MacDiego volvió de Estados Unidos con la innovadora idea
del diseño por ordenador, abrazamos con entusiasmo esta técnica.

En el año 1998 publiqué (ya en solitario) La locura de Dios, con la intención de hacer
algo nuevo. Esta novela no era ciencia ficción al uso ni novela histórica, sino un mestizaje de
ambos géneros. Los críticos franceses lo llamaron «historia especulativa». La acción transcurre
en los primeros años del siglo XIV y el protagonista es el sabio mallorquín Ramón Llull,
que emprende un viaje hacia Asia en compañía de un grupo de guerreros almogávares. En su
aventura, buscan una misteriosa civilización perdida que en el pasado le llevó el fuego griego a
los bizantinos. De fondo, la leyenda medieval sobre el reino del Preste Juan. Esta novela ganó
el premio Ignotus en España, y al ser traducida al francés ganó el Gran Prix Imaginales en
Francia y el Bob Morane de Bélgica. A partir de ese momento, todas mis novelas han aparecido
simultáneamente en España y en Francia.

La siguiente fue otra «historia especulativa», la novela Rihla, que se publicó el año 2003 y que narra el viaje de descubrimiento a América de Lisán al-Aysar, un erudito del Reino de Granada, siete años antes que Colón. Lisán había encontrado y descifrado unas arcaicas planchas de plomo donde se relataba el viaje de los antiguos minoicos hacia un lejano continente situado más allá de las columnas de Hércules. Y terminé mi trilogía histórica en el año 2006, con El sueño de la razón. La novela sucede en el siglo XVI, durante el viaje del joven Carlos I para ocupar el trono de España después de la muerte de Fernando el Católico. Con el futuro emperador viajan dos personajes: Cèleste, una joven bruja con una misión, y el valenciano Luis Vives, judío converso y humanista, amigo de Erasmo de Rotterdam, que en el pasado tuvo que huir de su país por el acoso de la Inquisición a su familia.

Mientras tanto, en el año 2001, había participado en el proyecto de la película
Náufragos, de la directora María Lidón. Mi guión describía un infortunado primer viaje a
Marte y estaba basado en la novela El refugio, publicada años atrás. Además me ocupé,
junto con Paco Roca, de diseñar los decorados, de la ambientación y de la dirección artística.
Los interiores se rodaron en los estudios Panavisión de Los Ángeles y los exteriores en los
parques naturales de Lanzarote, que nos dieron el aspecto desolado y fantástico de los paisajes
marcianos. Toda mi pasión por los viajes espaciales (y por los viajes de descubrimiento en general)
estaba en ese guión, esa locura maravillosa que hace que el ser humano lo arriesgue todo por
averiguar lo que hay más allá del horizonte. Simultáneamente a la realización de la película,
escribí una novelización ayudado por Eduardo Vaquerizo. Fue Edu quién nos presentó a la
persona que escribió el prólogo de Náufragos, nada menos que Luis Ruiz de Gopegui.
El físico e ingeniero Luis Ruiz de Gopegui fue el director de la NASA en España en los
años en los que el hombre llegó a la Luna. Sí, en 1969, mientras yo me sentaba con mi padre
frente al televisor para disfrutar de aquel acontecimiento histórico, Gopegui se encontraba en el
ojo del huracán, pues la Estación de Seguimiento de Fresnedillas era la más importante durante
el lanzamiento del Apolo 11, y su labor era vital. Fue un verdadero honor que nos escribiese ese
prólogo para Náufragos.

Después de la película y el libro Náufragos, publiqué varias novelas, muchas de ellas en
colaboración con otros autores, algo que me encanta hacer: Contra el tiempo (2001), con Rafael
Marín; Mundos y demonios (2005); La red de Indra (2009); Némesis (2011), con Javier Redal;
La Zona (2012), con Javier Negrete; y Océanum (2012), con Rafael Marín. También guiones de
cómic: Road Cartoons (1998), con Paco Roca; GOG (2000), con Paco Roca; Avatar: Un regard
dans l’abîme (2003), Avatar: Griffes dans le Vent (2004) y Avatar: Les fissures de ma caverne
(2006), los tres con Rafa Fonteriz.

En el año 2011, y gracias a la editorial Media Vaca, tuve la oportunidad de trabajar de
nuevo con Luis Ruiz de Gopegui. Esta vez hice de ilustrador de su novela Seis niños
en Marte. Una vez más los temas que me apasionan: Marte y los viajes de descubrimiento,
y esta vez trabajando con alguien que era parte de la historia de la carrera espacial, que tanto
me había marcado de niño. De alguna forma, gracias a este proyecto con Media Vaca, tuve la
sensación de que se había cerrado un círculo en mi vida. Fue un verdadero regalo realizar esas
ilustraciones y retoques fotográficos para un libro firmado por Luis.

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