Ariana Harwicz nunca deja de recordarnos que la escritura no debe caer en lo dócil ni lo domesticado; que, ante todo, debe incomodar e iluminar esa zona de sombra en la que se mueven las altas y bajas pasiones. Reflexionar sobre cualquier cosa, sí, pero con furor. Con la misma beligerancia con la que consagró su reciente ensayo El ruido de una época a malditos y autores mal leídos y peor entendidos. A la contra de todos esos estándares morales que hoy pueden utilizarse como cortapisa para la creación literaria. Perder el juicio podría ser la crónica de un enamoramiento enfermizo o de un desamor radical, los pensamientos atribulados de una protagonista al límite de todo que elige el secuestro de sus hijos y la huida sin fin como única razón de ser.
Harwicz dispara sus pensamientos más afilados sin miedo al mal gusto o la mala conciencia; al contrario, nos propone buscar la complicidad a través de un personaje instalado siempre en el extremo. Feroz. Brutal. Todo lo es en esta novela breve. Desde el entorno rural francés, casi descompuesto de tanto que lo detalla su autora hasta esos diálogos telegráficos entre marido y mujer que cortan la página a cuchillo. Y, sin embargo, Harwicz se las apaña para sortear cualquier prejuicio moral, cualquier cosa que pueda hacernos añorar el buen gusto. Si hay algo de amor en el texto es el de la escritora hacia ese mundo, ese espacio propio, en el que se ha garantizado la suficiente libertad como para hacer y decir lo que quiera. Para incomodar, provocar y hacer literatura. ¿Acaso es necesario algo más?
Perder el juicio es un texto abrasivo porque invoca imágenes truculentas y coquetea con tabúes y consideraciones morales evitando a toda costa el juicio y el psicologismo; la identificación simple y el discurso todavía más simple. La imaginación de su protagonista se nos muestra tal y como es. Atroz. Pero lo que Harwicz señala es que es aún más atroz esa realidad de la que, por diferentes motivos, ha sido expulsada y le ha obligado a tomar tantas malas decisiones. De manera que la escritura, lejos de hacer terapia, es algo así como su cómplice. La única capaz de aguantarle el ritmo en esa fuga desesperada, de no malinterpretar sus palabras y de alinearse frente a un mundo que ya ha dictado sentencia.
Decir que Harwicz escribe sobre el amor, sea esto lo que sea, puede resultar un tanto pintoresco. Pero resulta difícil pensar de otra manera con Perder el juicio. Entre tanta algarabía, tanto shock y tantos pensamientos mortales, queda ese amor loco, exagerado y demasiado humano que busca provocar una reacción. Contagiar ese furor. Recordarnos lo que puede dar de sí la literatura. Para Harwicz, lo más parecido a un refugio contra el establishment. El último espacio de libertad.
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