Hace mucho tiempo que no suena el teléfono en casa de Stan Laurel, el Flaco del famoso dúo cómico. Aunque su época hace tiempo que pasó contrata a un detective privado, Philip Marlowe, para que averigüe qué sucede y por qué ya nadie cuenta con él. Este encuentro imposible entre un personaje de ficción y un actor del viejo Hollywood es solo la primera pirueta ficcional de esta obra maestra de Osvaldo Soriano. La segunda tiene lugar cuando el libro salta unos años adelante y narra otro encuentro imposible, el del propio Soriano y un envejecido Marlowe. ¿Imposible? Si algo reivindica Triste, solitario y final es, precisamente, la habilidad de la narrativa para saltar por encima de cualquier convención. Para llevar al papel los golpes y las confusiones del slapstick, aquel Los Angeles de novela negra con aroma a perdedores y marginados que fue, nunca mejor dicho, la seña de identidad de la literatura de Soriano.
Frente al divertimento o al ejercicio de estilo, Soriano se las apañó para rendir tributo a un mundo perdido y una literatura olvidada; pequeña, nunca menor. Para convertir todas esas persecuciones y pesquisas detectivescas en algo más. En una forma de contar la vida, pero también de hacer política sin necesidad de machacar consignas -no olvidemos que mucha de su obra fue escrita en el exilio por la dictadura argentina. Como una declaración de amor hacia unos personajes que, en sus manos, parecían revitalizados, poseídos por el mismo frenesí con el que resolvían misterios o se daban tortazos y coscorrones.
Leer a Osvaldo Soriano siempre hace feliz. Pocos autores tuvieron su capacidad para mezclar lo popular con lo culto, la sátira con el trabajo de orfebre literario, ese ritmo de bolero con el que se leen sus libros y se dejan sentir sus historias. Triste, solitario y final es, quizá, el mejor ejemplo de todo esto. Una mezcla de fantasía, disparate y meditación sobre lo que puede dar de sí la literatura.
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