La tormenta de nieve, de Lev Tolstói

Aquí en Tolstói cada poco arrecian las búsquedas y uno tiene que cobijarse donde puede: la vida en el algoritmo no es sencilla, los cambios se miden en escala de Richter, y en las parcelas en las que uno puede descansar con mayor tranquilidad se corre el riesgo de amanecer flotando a la deriva rumbo a lo profundo, y después, al olvido digital, como un esquimal que ha escogido mal el lugar en el que pasar la noche en la banquisa helada y blanca. 

Dicen que en las estepas rusas, cuando nieva, el tiempo se retrae y el espacio se aplana, que se pierden las referencias por la magnitud de las llanuras y que el ser humano se desmaterializa y se convierte en un susurro perdido en mitad de una ventisca. Han hablado de este fenómeno muchas y muchos, como Kapuściński, o en este caso Lev Tolstói, en La tormenta de nieve, traducida por Selma Ancira y publicada por Acantilado en uno de sus cuadernos: la historia nos sitúa en un transporte mediante trineo tirado por tres caballos (una troika), de una estación de postas a otra sobre el peligroso lomo de las tierras desnudas de los cosacos del Don. Inspirado en una experiencia propia, el relato juega a desdibujarlo todo; la frontera entre la vida y la muerte se funde a blanco, aquí un anciano cochero se acomoda como puede, consciente de que recorre humilde los dominios de las divinidades de lo que no es una cosa ni la otra; allí la escasísima luz que sobrevive al azote de la tempestad se burla de las tripulaciones de las troikas configurando espejismos en forma de campamento calmuco, de almiar, o de poste que marca la verstas. El vendaval también borra la línea que divide el sueño de la vigilia: el protagonista cae rendido sobre el trineo mientras los esforzados caballos se acercan al límite de su resistencia: sueña con su juventud, con parterres donde crece el escaramujo, con paseos de abedules, con una “sensación como de una ingenua vanidad y de tristeza al mismo tiempo”. Dice: “Todo a mi alrededor era tan hermoso y aquella belleza tenía un poder tan intenso en mí, que tuve la impresión de ser también yo bueno, y si algo me dolía, es que nadie me admira. Hace calor. Intento dormir, para consolarme”. A esta parte del sueño-vigilia los cocheros saben que no cuentan con oportunidades, que en la gélida carrera por llevar al pasajero y el correo hasta su destino se han perdido caballos, troikas y personas, llevando consigo el tintineo de las campanillas, un sonido “extraordinariamente bello: puro, sonoro, grave y un poco trémulo”, engullidos por las blancas fauces de una nada intermitente.

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