Sobre el/la autor/a
Sandra Arenal Huerta nace en la Ciudad de México un 29 de noviembre de 1936, en un hogar marcado por la política y las artes. Su madre, Elena Huerta, fue una pintora progresista que compartía las ideas de izquierda de los muralistas Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros (este último era tío político de Sandra por estar casado con Angélica Arenal, hermana de su padre, Leopoldo Arenal, activista del PCM). En los años previos a la Segunda Guerra Mundial México vive una época de efervescencia política, económica y cultural bajo la influencia de un socialismo floreciente que busca mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Por un azar del destino Sandra pasa su infancia en la URSS, en un momento en que a las privaciones de la guerra hay que sumar la inquietud que producía la amenaza de la invasión nazi. Las vivencias y recuerdos de este período marcarían su conciencia social y la búsqueda de la justicia que siempre la han caracterizado.
De esencia rebelde, estudió hasta la vocacional, afiliándose a las juventudes comunistas y participando en diversos movimientos estudiantiles y de apoyo a las luchas populares. Interrumpió sus estudios para casarse en 1954 con el profesor Edelmiro Maldonado Leal, maestro normalista y miembro del Partido Comunista Mexicano.
Por circunstancias de salud de su esposo deciden transladarse a la ciudad de Monterrey, Nuevo León, donde Sandra, siempre desde la trinchera de las bases, se preocupa por las mejoras de la vida colectiva, contribuyendo a la apertura de un Jardín de Niños o a la colocación de vialidad adecuada, y reclamando mejores salarios para el magisterio. Participa en definitiva en numerosas actividades de lucha en favor del pueblo y sobre todo de los infantes. Su amor por los niños y su incansable deseo de superación la llevan a estudiar para educadora en 1971, siendo ya madre de cinco hijos, algunos de ellos adolescentes.
Al mismo tiempo, el deseo por expresar de manera escrita los sentimientos y las voces de su pueblo la animan a incorporarse a diversos talleres literarios. En 1976 participa en el certamen de Literatura «Makarenko» de la Normal Superior del Estado, obteniendo el primer lugar con su novela Vidas Ásperas, que editaría la misma Institución.
Los temas que ocuparon a Sandra como investigadora, así como su propia biografía, son reflejo de los acontecimientos que le tocó vivir. Se suele decir que somos el resultado de nuestra historia y de nuestras circunstancias, y en el caso de Sandra Arenal la afirmación no puede ser más cierta. Al hacer el repaso de sus publicaciones obtenemos la fotografía de una época. Ya desde sus primeras investigaciones recurre a una escritura de carácter testimonial y reivindicativo para dar voz a los marginados, los desprotegidos y olvidados. Es por el año 1983 cuando, tras la investigación de un trágico accidente en la zona carbonífera de Coahuila, aparece su primer texto, editado en coproducción por Lega editores, Información Obrera y Macehual de la Ciudad de México. Barroterán: crónica de una tragedia narra el peregrinar de las viudas de los mineros en sus reclamaciones a las diversas autoridades. Sandra no sólo les da voz, sino que permanece a su lado y les apoya en su lucha. Es una más, como diría ella.
En 1985 viaja a la frontera norte del país para documentar su libro Sangre joven: las maquiladoras por dentro, donde ofrece, a través de la palabra de las mismas trabajadoras, un panorama de las condiciones de explotación y abuso en que laboran. Este libro fue publicado por la Editorial Nuestro Tiempo en 1986 y tuvo una segunda edición en 1989.
El deseo de denunciar la situación de desigualdad e injusticia de la clase trabajadora la lleva a elaborar En Monterrey no sólo hay ricos, en el que apunta a la esencia del Monterrey industrial: los obreros, empleados profesionistas y técnicos que participaron en la construcción de la llamada «capital industrial» de México. La edición, de 1988, estuvo también a cargo de Nuestro Tiempo.
La misma editorial la invita a participar ese año en el volumen colectivo coordinado por Alejandra Porras, Nuestra frontera Norte… tan cerca de EU, donde narra las vicisitudes de los hombres y las mujeres que han ido engrosando las poblaciones fronterizas en busca del sueño americano.
Su convencimiento de la necesidad de hacer oír la voz de la gente la llevó a participar en un nuevo proyecto colectivo sobre un fenómeno de la naturaleza que conmocionó a la ciudad de Monterrey: Gilberto: la huella del huracán. El trabajo, que pone el acento en el lado humano de la tragedia, fue editado en 1989 por ediciones Castillo.
Lo que Sandra Arenal amaba por encima de todo era a los niños. Pensaba que su dedicación a ellos a través de su labor profesional como educadora, que nunca interrumpió, no era suficiente. Como en muchas partes del mundo, los niños mexicanos son incorporados al trabajo para mejorar la situación económica de las familias, y sin embargo no gozan de beneficios ni existen leyes que los protejan del abuso de los patrones. Así, durante 1990 y 1991, se dedicó a investigar la situación de la infancia del área metropolitana de Monterrey y dio nombre propio a esos chiquitines que de la noche a la mañana se convierten en el sustento de una prole hambrienta y carente de las mínimas condiciones de vida. No hay tiempo para jugar fue publicado por Nuestro Tiempo en 1992, y marcó una pauta en las acciones que Sandra desarrollaría en los años siguientes.
Entre 1994 y 1995 forma equipo con otras maestras para llevar a cabo un estudio de campo sobre las niñas y jóvenes que trabajan en el servicio doméstico en el área metropolitana de Monterrey. De esa investigación surge La infancia negada, que publica la Universidad Autónoma de Nuevo León en 1997.
Monterrey es una ciudad industrial, polo económico de la región norte de nuestro país, cuya industria se desarrolló alrededor de la Fundidora de Fierro y Acero, pilar de muchas pequeñas industrias y del capital económico de nuestra región. Sandra se interesó por el lado humano de esa mole de acero que durante décadas, hasta 1986, marcó el tiempo de nuestra ciudad. Así, en 1994, participa en el proyecto PACMYC 94 de la Dirección General de Culturas Populares y publica su testimonial La flama y el faro. Distintas voces se congregan alrededor de ese monumento al progreso de nuestra región para hablar de los amores y desamores de una ciudad, y rescatar los sufrimientos que por tanto tiempo guardaron esos fierros herrumbrosos.
De 1995 a 1996 realiza el rescate de la historia de la Fundidora desde la voz de sus protagonistas. Esta remembranza prescinde de números y frialdades, y son los mismos trabajadores quienes narran lo que significó en su vida y la de sus familias su fuente de trabajo, uno de los principales motores económicos de la ciudad. Fundidora, diez años después. Para que no se olvide… fue acreedora de un apoyo de FINANCIARTE para su edición, junto con la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL y el Centro de Información de Historia Regional de la misma universidad, que de esta manera valoraron el esfuerzo de Sandra por conservar nuestras raíces y reconocer nuestro pasado.
Activista incansable, Sandra Arenal participó en diferentes organizaciones no gubernamentales y en numerosos congresos y simposios, destacando aquellos en los que el tema central era el trabajo infantil, como el que en 1996 tuvo lugar en México: «Tribunal Internacional Independiente contra el Trabajo Infantil». Sandra no se limitó a denunciar abusos e injusticias, sino que trató siempre de formular alternativas. Este objetivo la llevó a fundar y coordinar el Comité pro defensa de los derechos del menor en 1997, organización no gubernamental que presta ayuda en casos de maltrato infantil relacionados con cuestiones laborales. A través de dicho comité planteó muchas de sus preocupaciones en forma de propuestas al Congreso y a otras instancias destinadas a mejorar las condiciones de trabajo de los infantes.
Niños y mujeres han sido tema central en la vida y la obra de Sandra Arenal al representar los núcleos más vulnerables de la sociedad. En el libro Mujeres de Tierra y Libertad, editado por CONARTE, se presentan las vidas de las mujeres participantes en el movimiento que dio vivienda y presencia a miles de marginados urbanos durante los años setenta.
Acérrima defensora de la equidad de género, fue coordinadora del colectivo de Mujeres en Acción, A.C., abanderado de la lucha por la defensa de los derechos de la mujer a través de diferentes publicaciones.
En 1997 participa como candidata independiente por el Partido del Trabajo para una diputación local. Aunque no resulta elegida, no decae su lucha por un mundo más equitativo y justo, que prosigue con idéntico ímpetu desde diversos frentes. En 1999 recibe un reconocimiento por su activa participación social: «Mujeres: Equidad y Género 1999». Sandra Arenal fallece el 19 de marzo de 2000 en la ciudad de Monterrey.
En 2003 la Septuagésima Legislatura del Congreso del Estado de Nuevo León le ha otorgado un reconocimiento In memoriam por su distinguida trayectoria como mujer nuevoleonesa en el 50 aniversario del derecho al voto de la mujer.
Camarada, esposa, madre, activista, escritora, «mujer de mil batallas», como muchos la han llamado, perdió la última frente a una terrible enfermedad. Sin embargo, ganó muchas más, consiguiendo que se escuchara la voz de los débiles y oprimidos, la voz de los que no tienen voz, para marcar la pauta en la construcción de una nueva sociedad.
Mariana Chiesa
La primera mañana en Monterrey fue muy emotiva. Coincidiendo con el tercer aniversario de la muerte de Sandra Arenal, acompañé a sus hijas al cementerio. Salpicado el verde por lápidas y flores y rodeado de un paisaje montañoso. Allí, bajo el sol de marzo, las tres mujeres dispusieron muchísimas rosas rojas en el cesped y comenzaron a trabajar. Colaboré con ellas, cortando los tallos y hundiendo las flores en la tierra hasta formar un corazón enorme al pie de la lápida donde se lee: «Luna roja. Mujer de 1000 batallas».
Los familiares de Sandra Arenal fueron extremadamente hospitalarios y me alojaron en su casa. Sandra Maldonado y su marido Sotero se volcaron conmigo de un modo tan apasionado y generoso que sin su ayuda no hubiese sido posible este trabajo tal como se realizó. Pusieron a mi disposición su biblioteca y entre otras cosas me enseñaron libros con grabados y ediciones del Taller de Gráfica Popular, al que perteneció Elena Huerta, la madre de Sandra Arenal. Pude ver muchas estampas suyas y me llevaron a visitar el ex-palacio municipal y actual centro cultural de Cohauila, donde se encuentran los murales que pintó siendo ya muy mayor y que relatan la historia de dicho pueblo. Mis anfitriones se ocuparon de llevarme a todos lados. Las distancias en Monterrey son enormes, el tránsito es muy intenso, parece una ciudad descentralizada, atravesada por autopistas y carreteras que a su vez están cruzadas por puentes para los peatones. A los lados suelen verse enormes centros comerciales. Alejándose un poco el paisaje es imponente, variado y muy hermoso. Rodeado de cerros, de los cuales el más característico es el de la Silla, porque recuerda a un silla de montar. Pude pasear a la vera del río de la Silla, mencionado en uno de los testimonios, que pasa casi por detrás de la casa de Sandra, y disfrutar del viento rodeada de las extrañas formas de las montañas del parque de la Huasteca.
Tanto Sandra Maldonado como sus hermanas Rocío y Ana –también pintora y grabadora– y Sotero, son maestros y directores de diversas escuelas situadas todas en colonias muy pobres. Por las mañanas acompañaba a Sandra a la escuela Batallón de San Blas de la colonia San Ángel, donde ella trabaja como directora. Aunque el primer día los niños se mostraron reacios a las fotos, poco a poco fui ganando cierta confianza. Preferían el dibujo a la fotografía. Encantados por verse retratados en el cuaderno, hacían cola cada mañana y confeccionaban listas. Faltó tiempo para estar con todos, aunque cada mañana, desde la primera, no dejara de mirarlos y dibujarlos. Y así, mientras me prestaban sus caritas me contaban un poco de sí mismos. A muchos no les gustaba la escuela y planeaban abandonarla para ponerse a trabajar. Probablemente ni siquiera inicien la educación posterior al ciclo básico. Otros ya trabajaban por su voluntad o eran impulsados por sus padres, quienes sostenían que a los 10 años ya estaban en edad de estar de paqueteros en un supermercado, por ejemplo, en el tiempo que no iban a la escuela. Algunos decían que querían ser dibujantes como yo, y me preguntaban dónde podían aprender, y querían que les enseñase a dibujar y a pintar, ya que no tenían clase de plástica ni de arte. Ante su insistencia, durante los últimos días, provista de gran cantidad de papeles y varias cajas de crayones de colores que Sandra me llevó a comprar, hicimos clase especial de pintura y dibujo. Por turnos, niños de distintas edades disfrutaron durante algunos días dibujando y pintando, llamándome todo el tiempo, para enseñarme, para ver si estaba bien, para preguntarme cómo, para conversar. Tenían un ansia enorme de saber más, de contar sus visiones favoritas, sus deseos, sus sueños. Al final me ofrecían lo que habían hecho, con dedicatorias y corazones. Y me pedían que me quedase allí a enseñarles.
Pese a intentarlo no resultó posible el ingreso a ninguna fábrica, aunque visitamos las zonas industriales donde probablemente Sandra Arenal recogió algunos testimonios. Una tarde encontramos en un supermercado a una alumna que trabajaba de paquetera. Había muchos como ella, vestidos con delantal azul, camisa blanca y gorra, que más tarde supe ellos mismos compraban. Por cargar las bolsas o trasladarlas hasta el estacionamiento donde están los coches, o acomodar los carritos al finalizar la jornada, estos niños no perciben salario alguno, sino solamente la propina que los consumidores deciden darles. Para trabajar de paqueterito hay que tener entre 9 y 12 años y asistir a la escuela. Este trabajo es muy común, y se encuentra tan instalado en la comunidad que a nadie sorprende ver niños trabajando en un súper por las propinas. También es corriente verlos en las calles vendiendo chicles, estampitas, flores, o limpiando parabrisas entre el tráfico. Durante esos días el periódico local dio noticia de más de un accidente laboral cuyas víctimas eran menores que trabajaban en la construcción. La situación no es muy diferente ahora, a más de diez años de la primer publicación del libro de Sandra Arenal.
Algunos meses después, una noche en Argentina, fui con mi familia a cenar a un restaurante del centro de la ciudad. Estábamos mirando la carta cuando el camarero hace una señal como de espantar moscas con su servilleta blanca. A menos de un metro del suelo un niño intenta la tarea de vender flores a los pocos comensales que allí nos encontrábamos. Ante la mirada aturdida del camarero llamo al vendedor, y después de pagar por el más mustio de sus ramos sucede el encuentro, ya no entre el vendedor y el comprador, sino entre el adulto y el niño, quien alargando su mano me enseña un huevo de plástico de esos que encierran pequeños juguetes desarmados. Los otros comensales presencian la escena entre molestos y sorprendidos, entonces el niño me pide que le abra el huevo mientras abandona el dinero de las ventas en el suelo, y se dedica con mucho interés a la tarea de armar el pequeño engranaje, ayudado por mis instrucciones y también por mis dedos. Le recuerdo que su dinero está en el suelo, que lo guarde en el bolsillo. Ya en los postres aparece otra pequeña vendedora. Es medianoche. En el centro de Buenos Aires otro niño me vende estampitas mientras me cuenta que se queda por ahí hasta la una de la madrugada, y que no va a la escuela porque ya está de vacaciones. Desde la ventana de la casa familiar es cada vez más habitual ver, cada noche o de madrugada, niños empujando o arrastrando carritos sin luces, solos o acompañados, llevando la carga de cartón y desperdicios que al menos supieron conseguir.
Donde yo vivo, en el casco antiguo de Barcelona, hay muchos niños que trabajan. Empleados en pequeños supermercados o en restaurantes. En la verdulería donde suelo comprar hay más de uno. El verdulero me dice que son sus hijos. El mayor, de unos 14 o 15 años, el año pasado acomodaba la mercadería y daba órdenes a un niño más pequeño, mientras él las recibía del adulto. Ahora está en la caja registradora. Trabaja alrededor de doce horas cada día, y a veces más. Le pregunto si le gusta la playa, si va al mar en su día libre. Me mira extrañado, diciéndome que cuando no trabaja duerme. Le pregunto si pronto tendrá vacaciones, y no entiendo si dice «en cuatro años» o «hace cuatro años», en Pakistán. Me trata como un adulto a otro adulto, repara en mi cara, si estoy o no cansada, y ya sin pudor me suelta un «adiós guapa».