Me he tendido aquí a descansar con lo justo, bajo la inmensidad confusa del cielo algorítmico: sobre mí una bóveda color nada e instrucciones eléctricas, matemáticas, rutilantes. El paisaje es muy bello. Parte de lo que soy no va a volver. Esa parte se tumba aquí, y lee. Y luego escribe. Y dice esto:
El ascético padre de la poeta Marina Tsvietáieva consagró su vida a un museo. Iván Vladímirovich Tsvietáiev, que conoció su primer par de botas al borde de la adolescencia, que fue hijo de un sacerdote pobre del pueblo de Talitsy, que logró ser profesor, profesor de universidad y fundador de un sueño, el museo de bellas artes de Moscú, ahora museo Pushkin, no concebía gastar un rublo de más, ni siquiera un kopek a la ligera que pudiese invertirse en el museo, el gran legado fruto de la herencia de una moribunda anciana moscovita que quería honrar al emperador. A veinte años de su muerte, su hija le dedicó tres historias en ruso desde el exilio en Francia, y luego una versión de las mismas historias pero escritas en francés. Unas y las otras las recoge Acantilado en forma de uno de sus cuadernos, con traducción de Selma Ancira: en Mi padre y su museo encontramos pasajes extraordinariamente delicados como este, a punto de quebrarse como la superficie de una hoja seca: "Ciudad de Tarusa, provincia de Kaluga. Dacha «Pesóchnaia». (La antigua casa señorial de una hacienda desaparecida, que pasaba por una «dacha»). La dacha Pesóchnaia está a dos verstas de Tarusa, en la soledad, en el bosque, en la orilla alta del Oká — con unos abedules... Otoño", o como este, pétreo, marmóreo: "Parece que hoy toda la vejez de Rusia haya acudido aquí a hacer una reverencia a la eterna juventud de Grecia. Una lección viva de historia y de filosofía: eso es lo que el tiempo hace con la gente, eso — con los dioses. Eso es lo que el tiempo hace con el hombre, eso es lo que el hombre hace con el tiempo. Pero en eso, debido a mis pocos años, no pienso, sólo me asusto". El cuaderno es mi lectura preferida. Mejor mi tiempo en muchos cuadernos. Los cuadernos de Acantilado apetece coleccionarlos. También me gustan las largas historias en las que uno se queda a vivir una temporada, pero menos: quiero conocer, aunque sea, un poco de muchos. Hay tanto ahí fuera. Aquí donde me encuentro ahora escribiendo sobre la poeta rusa el tiempo es, como en cualquier parte, una ilusión, pero no significa que no exista, o que sea eterno. En todo caso será eterna mi imagen, codificada, yaciendo en un servidor lejano. En la noche sin color y perpetua de los campos algorítmicos dejo a un lado los recuerdos de Marina Tsvietáieva, entrelazo los dedos bajo mi cabeza y suspiro, el suspiro se eleva en cirílico, se integra, se desvanece.