Cuentos completos
Reseña de Pepe Cervera.
23,00€
Sinopsis
Este libro incluye la totalidad de la obra cuentística de John McGahern (1934-2006), considerado por la crítica como “el mejor escritor irlandés de cuentos desde James Joyce”. Hasta que Adriana Hidalgo editora publicó La oscuridad, la novela más impactante de McGahern, este era un escritor prácticamente desconocido para el lector en lengua castellana. McGahern recibió, entre otras distinciones, el Irish American Foundation Award y el Prix Étranger Ecureuil, además del doctorado honorario del Trinity College de Dublín.
¿Por qué te lo recomendamos?
John McGahern: bienvenido al canon.
Cuentos completos (Adriana Hidalgo editora. 2009)
Artículo publicado en la revista CLARÍN, nº 145, enero-febrero 2020
Por Pepe Cervera
No resulta infrecuente, como tampoco desacertado, desde un punto de vista sin pretensiones académicas, que cada buen lector confeccione su propio canon literario. Con independencia del criterio que sostengan los sabios de la tribu en base a la tradición, la excelencia estética y la necesidad pedagógica, nuestra tendencia natural a cierta polémica, a cuestionar cualquier asunto, por insignificante que sea, y juzgar que la visión del vecino no está del todo bien enfocada, suele incitarnos a reunir en un catálogo íntimo aquellos autores selectos que, a nuestro juicio, este sí, no podía ser de otra manera, reflexivo y sensato, deberían trascender la historia de la literatura y convertirse en irremplazables modelos para las generaciones venideras.
Alguien que consiga leer un par de libros por semana habrá leído alrededor de cien libros al año. Al cabo de, pongamos, tres décadas, el número de libros leídos ascenderá a tres mil. Tres mil libros es una cantidad nada despreciable, importante diría yo. ¿De qué depende, pues, que este autor o aquel otro se nos escape y no pase a engrosar la lista particular de indispensables? Visto lo visto, la cantidad no es condición bastante para asegurarse estar al tanto de quién y qué se publica. Tres mil son muchos libros, en efecto, son muchos siempre que no se tenga en cuenta que sólo durante el año 2017 se publicaron en España más de 80.000 títulos. ¿Depende de un instinto mal educado? ¿Del azar? ¿Depende de alguna recomendación que nos obliga a tomar un camino incorrecto? Uno nunca deja de ser un ignorante, lo que no debería considerarse una fatalidad, más bien todo lo contrario. Tomar conciencia de esa circunstancia, saber que cuanto más se lee más queda por leer, deviene en estímulo para seguir leyendo, seguir deslumbrándose frente a los anaqueles repletos de cualquier librería, esa abundancia en la que escarbar y dejarse las uñas hasta distinguir en la corteza una fisura por la que asoma el brillo de un material precioso.
Hasta hace unos pocos años no tenía ni idea de quién era o dejaba de ser John McGahern. Si me preguntaban por algunos escritores notables nacidos en Irlanda solía nombrar a Oscar Wilde, Jonathan Swift, Bram Stoker, James Joyce, Flann O’Brien o John Banville, pero nunca a McGahern. No es que hubiera oído hablar de él, como de muchos otros a los que, por falta de tiempo o interés, jamás dedicaré la atención que con toda probabilidad requieren, no, simplemente desconocía su existencia. No había leído ni oído nada acerca de este escritor irlandés, hasta que a finales de 2009 mis dedos fueron a dar con el lomo verde de sus Cuentos completos, editados por Adriana Hidalgo, en una pequeña librería del madrileño barrio de Malasaña. Ahora sé que John McGahern nació y falleció en Dublín —noviembre de 1934, marzo de 2006— y que es considerado uno de los escritores más destacados de su generación, incluso hay quien lo sitúa, ya hoy, por fin, a la altura de Samuel Beckett. Sé que creció en el seno de una familia numerosa y que su padre fue un hombre áspero en el trato y estricto en el cumplimiento de unas normas sociales propias de un país y una época estrecha e irrespirable, un sargento de policía excesivamente rígido a quien me gusta imaginar como el sargento del relato titulado Tragos, donde las minucias que debe atender un policía rural y las elevadas cuestiones que afectan la vida de un topógrafo venido de la ciudad, se contraponen para ilustrar las desdichas del primero. Pero también puede tratarse de ese otro padre que se nos retrata como un personaje de carácter severo y aparece en Reloj de oro y, de la misma forma, del sargento y padre del magistral De antes, uno de los cuentos más logrados del libro, a mi entender.
Ahora que afortunadamente he leído las historias de John McGahern y el poder de seducción que he descubierto en ellas ha espoleado mi curiosidad y la curiosidad me ha llevado a picotear aquí y allá algún que otro dato sobre su biografía, sé que las autoridades católicas irlandesas lo condenaron cuando en 1965 publicó su segunda novela, titulada La oscuridad, en la que narra la infancia de un joven en Irlanda de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Las escenas en que se relacionan iglesia y sexo resultaron demasiado hirientes a ojos de la comunidad religiosa. El hecho de que por aquella misma época contrajera matrimonio con la directora teatral Annikki Laaksi, divorciada y no católica, fue un suma y sigue. ¡Una mujer divorciada! ¡Y no católica! para más INRI. Hasta aquí podíamos llegar, vamos. El arzobispo de Dublín, John Charles McQuaid —como en toda novela decimonónica que se precie, el malo de la historia— tomó cartas en el asunto. De ninguna manera estaba dispuesto a consentir que un díscolo reincidente le plantara cara. Puso en marcha los mecanismos necesarios para que a McGahern se le impidiera seguir dando clases y se le obligó a emigrar, primero a Londrés y más tarde a París, donde escribió una novela titulada La despedida, la historia de un profesor de Dublín que es despedido por haberse casado con una mujer divorciada y no católica… ¿nos suena?
Pero volvamos a La oscuridad, volvamos al inicio, ese momento que McGahern eligió para asentar los cimientos sobre los que levantaría un mundo literario propio, pues es en aquel texto donde ya podemos encontrar los conflictos religiosos que se plantean la mayoría de los personajes con los que trabaja, las dudas espirituales que aportan a sus personalidades un componente de inequívoca zozobra y una necesidad ineludible de reconocerse en esa sociedad hermética y asfixiante en la que viven.
La novela fue prohibida —ahora lo sé— y el autor, proscrito, marcado con una letra escarlata, tuvo que trasladar su residencia lejos de una Irlanda que no debía distar mucho de la descrita en La hija de Ryan, película dirigida por David Lean en 1970, o en El hombre tranquilo, de John Ford adaptando el libro de Maurice Walsh, publicado en 1933, donde se nos ofrece una visión de la gente y sus rutinas mucho más idílica pero igualmente refrenada por una estructura y los convencionalismos ajustados al medio rural, una sociedad, en definitiva, con excesiva influencia eclesiástica.
Otro enorme escritor, el norteamericano Jim Harrison, dice que “es importante escribir sobre lo que realmente conoces. El paisaje y la gente están totalmente conectados”. John McGahern también estaba al tanto de esta regla fundamental, estoy seguro, conocía muy bien todo aquello sobre lo que escribió, se nota, sí, vaya si se nota. Él mismo dice en la contracubierta del libro que sus cuentos más difíciles fueron tomados directamente de la vida. Y ese es, precisamente, el argumento de sus cuentos: la vida. ¡Ahí es nada! Ni más ni menos que la vida. Es fácil deducir que la existencia de McGahern tiene mucho que ver con lo que son las historias que cuenta. Y de la misma forma tiene mucho que ver la existencia de la gente de campo con la que convivió, el vínculo creado entre las personas y su entorno, lo que le sirvió para reflexionar sobre una época y los distintos niveles establecidos en esa sociedad. En Corazones de roble y panzas de latón, por ejemplo, un grupo de trabajadores de la construcción permite al autor explicar lo que para él representa esa clase social, y lo hace evitando los chirridos de la literatura panfletaria. Destacando la objetividad frente al sentimentalismo, John McGahern utiliza la descripción de situaciones cotidianas para exponer los problemas políticos, los misterios del hombre, sus choques sociales. Por eso hay maestros de escuela en estos relatos y hay granjeros y hay jubilados e inseminadores de ganado y oficiales del ejército inglés y personajes de indudable abolengo y gente que, en un momento dado, tuvo que abandonar su casa y esa misma gente que años más tarde es incapaz de resistirse al regreso.
El protagonista y narrador de El oficial de reclutamiento, otro de los cuentos, da en el clavo cuando dice: “La sensación de que, en esta vida, hacer una cosa da casi lo mismo que hacer cualquier otra”. Así es, los héroes de las historias escritas por McGahern carecen en cierta medida de voluntad; anhelan prosperar pero no luchan, saben que no servirá de nada y esa certeza les impide lidiar con el destino que les ha tocado en suerte. Lo aceptan sin objeción alguna. Nadie conseguirá huir de donde ha nacido por mucho que se apresure o lejos se encuentre el puerto al que sea capaz de arribar. Sin embargo, más que resignación, lo que transmiten es conformismo, el convencimiento de que la existencia les viene dada, de que la línea sobre la que se desplazan los acontecimientos es ajena a todo esfuerzo, impermeable al influjo de cualquier coincidencia, casualidad o fortuna. Las raíces son demasiado profundas, se hunden en la tierra que los ha visto nacer y esa misma tierra resulta fundamental para desarrollarse, necesitan de esa sustancia para seguir creciendo. La tierra. El terruño. Son héroes desesperanzados que no consiguen imaginarse lejos de esa Irlanda rural. Allá donde vayan les faltará el aire, la sed será una tortura y un sol distinto les afligirá. Eso es la tierra irlandesa, lo que convoca. El retorno a los bosques, al mar rompiendo contra los acantilados, el aire salobre, la música que suena en cualquier rincón de cualquier taberna y la gente, la nostalgia. La terca nostalgia.
Que te dejen sin trabajo, prohíban la lectura de tus libros y te obliguen a exiliarte por haberlos escrito no es plato de buen gusto. La que sigue podría considerarse una correcta sucesión de sentimientos: La aflicción de un primer momento, tarde o temprano, será sustituida por la contrariedad y ésta, acto seguido, por el enfado, por la rabia, incluso; de ahí a un enconado resentimiento que te obligue a renegar de la comunidad que te ha hecho caer en desgracia hay un paso corto, ¿a quién le extrañaría? Hace falta tener redaños para censurar a quien reaccione de esta manera. Sin embargo, en el caso de John McGahern, el proceso no le alimentó rencor alguno. Pese a las adversidades que tuvo que superar tras verse obligado a marcharse de Irlanda, también él se cuenta entre los que prefirieron regresar a su tierra en la década de los ’70 y allí siguió escribiendo y trabajando como profesor hasta su muerte.
Ahora lo sé.
Si los primeros relatos del volumen poseen un componente iniciático —como en Lavin, donde se narra de manera brusca y sin adornos la iniciación sexual de dos adolescentes—, o de considerable desorientación —como en Mi amor, mi paraguas, donde se recoge una de las más breves y a la vez certeras descripciones que he leído sobre lo que es un orgasmo femenino: “Hicimos otra vez el amor bajo la lluvia, ella la más fogosa, y después de derramada la simiente dijo «Espera» y, moviéndose sobre un pene moribundo bajo el paraguas que oscilaba en sus manos, tembló hasta lanzar un inarticulado grito de placer”—, los personajes de los últimos cuentos son más dóciles, menos vehementes, el umbral de la expectativa se diluye, ya no esperan tantas cosas de la vida, aunque siguen formando parte de una sociedad que condiciona en exceso su carácter, en la mayoría de los casos, como cuando se enfrentan al orden establecido, para constreñirlos. No obstante, las historias, ya digo, son más tranquilas, más melancólicas, de tal forma en el dramático y hermoso Amor al mundo —al reflexionar sobre su propia vida, uno de los personajes dice que lo único que ha hecho es “estar” y que incluso donde en ese momento se encuentra todo sigue siendo muy interesante, a veces incluso demasiado interesante. Y no puede hallarse más en lo cierto, porque estos cuentos convierten en trascendental las situaciones más triviales, en pepita de oro al más miserable guijarro.
Ahora que lo he leído sé que John McGahern escribió siete novelas, varias obras teatrales y guiones para series de televisión; sé que es considerado por muchos el sucesor de James Joyce, aunque también sé que no hace falta compararlo con nadie para apreciarlo como uno de los grandes. Y sé que escribió los 30 relatos que se incluyen en su libro Cuentos completos y que todos ellos son precisos y admirables y estremecedores y sublimes y no sé cuántos adjetivos más dedicarle a estas historias que desde ahora son para mí de lectura necesaria.
Ahora que lo he leído, lo sé: John McGahern forma parte de mi canon literario.