Sobre el/la autor/a
Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888 Buenos Aires, 1963), con quien, en plena crisis de los valores simbolistas, empieza la prosa castellana moderna, no puede ser reducido a greguería, y sin embargo, a lo largo del siglo que ahora acaba, el arte de la greguería por él descubierto en torno a 1910, nos ha fascinado, nos ha congregado a todos, y especialmente a los poetas y a los pintores.
El arte de la greguería nos fascina a todos… cuantos amamos las formas breves. La greguería es hermana del aforismo a lo Lichtenberg o a lo José Bergamín (El cohete y la estrella), de la máxima a lo Chamfort, de los más cortos poemas en prosa a lo Aloysus Bertrand o a lo Baudelaire, del epigrama o del proverbio de siempre. También del haiku japonés «sólo rocío de greguería», según Ramón, que ha tentado a tantos poetas occidentales. (Probad a hacer haikus vosotros mismos. Unos años atrás, mi hijo mayor y yo escribimos juntos uno, sobre su hermano pequeño: «Una puerta que chirría. / No, / es mi hermano»).
La greguería: un instante, un destello de humor, un fragmento, un microcuento. Una brizna de poesía postsimbolista, también, cuando toca. Esta joya esencial, definitiva, por ejemplo: «El musgo está hecho de silencio».
Greguerías las ha habido antes y después de Ramón. En su prólogo a la suma Total de greguerías (1955), un tomo de Aguilar ¡de 1.592 páginas! gracias al cual sabemos que el submarino es un gran zapato sumergido, o que los camareros son espías sin objeto y sin consigna en ese prólogo, el inventor del género, además de intentar su imposible teoría, hace una antología de greguerías «encontradas», esto es, de fragmentos ajenos, de muy diversos autores, que extraídos de su contexto podrían pasar por greguerías. Más fácil todavía le resulta detectar a quienes, discípulos confesos suyos en este arte, probaron suerte con máximas mínimas (Enrique Jardiel Poncela), chilindrinas (Tomás Seral y Casas) o aerolitos (el postista Carlos Edmundo de Ory).
Pintores, escultores y dibujantes fascinados por Ramón él mismo ilustrador de algunos de sus propios libros los hubo, y muchos, en su época de esplendor, la época de su tertulia de los sábados en el Café y Botillería de Pombo, a un paso de la Puerta del Sol madrileña tertulia fundada en 1915, y donde en 1917 se le tributó un banquete al mismísimo Picasso. Durante aquella década y la siguiente, alrededor de Ramón gravitaron, entre otros artistas plásticos, José Gutiérrez Solana el pintor de la España negra, que lo retrató presidiendo a los pombianos, Julio Antonio, Miguel Viladrich, Salvador Bartolozzi, Rafael Romero Calvet, Gustavo de Maeztu, María Blanchard, el mexicano Diego Rivera que precisamente en 1915 le hizo un extraordinario retrato cubista, el lituano Jacques Lipchitz que le enseñó a amar la escultura del África negra, el uruguayo Rafael Barradas que vio Pombo como una tartana, la argentina Norah Borges que le enseñó el camino del Nuevo Mundo, Ramón Acín, Bon, Tono, Isaías Díaz, el Gecé de los Carteles literarios y de la película Esencia de verbena, Maruja Mallo, Ángeles Santos…
En 1931 Ramón publicó, en Biblioteca Nueva, un personalísimo balance de los Ismos, de las vanguardias que se sucedían y se superponían en el horizonte de la época, y a las que tanta atención había prestado a partir del día de 1909 en que había decidido traducir al castellano, para su revista Prometeo, el Manifiesto del Futurismo de Marinetti. Pero en 1931 Ramón empezaba a no encontrarse tan en el centro de los debates como antes. Su definitiva marcha a Buenos Aires en 1936 lo hizo encerrarse más y más en sus nostalgias de Madrid. De sus años junto al Plata data la que probablemente sea su obra maestra, Automoribundia (1948), unas memorias únicas desde su título mismo. En ellas, y en sus «retratos contemporáneos», resumió parte de lo mucho que sabía sobre una época de la que era uno de los grandes protagonistas, algo que había intuido Ortega y Gasset, que en La deshumanización del arte (1925) lo había colocado junto a James Joyce y a Marcel Proust. A ambos lados del Atlántico no pocos creadores se seguían reclamando del ejemplo de quien se encerraba más y más en su soledad. Estoy pensando, sin ir más lejos, en los hermanos Saura. Antonio, el pintor, descubrió su vocación artística leyendo la reedición argentina de Ismos, y deseando ser como el hijo surrealista de la familia Klotz. Carlos, el cineasta, ilustró con estupendas fotografías en blanco y negro una reedición de i, un libro excepcional donde el madrileño empedernido que era Ramón, frecuentador de aquel lugar en compañía de algunos de sus amigos íntegros, había logrado decir, en fecha tan temprana como 1915, su fascinación por los objetos usados, precursora de la que iban a sentir, ya a partir de la década siguiente, André Breton y los surrealistas.
Hoy, treinta y seis años después de su muerte, Ramón vuelve a encontrar su sitio en las estanterías y en las vitrinas, vuelve a tener lectores aquí y en otros países, y a interesar a quienes luchan por encontrar su camino como artistas, como creadores libres. Más de un poeta, más de un narrador, y lo que es todavía más significativo, más de un pintor pienso por ejemplo en Ángel Mateo Charris, se declaran ramonianos. Círculo de Lectores publicó en 1989 una Flor nueva de greguerías escogida e ilustrada por Antonio Saura, para el cual «las greguerías son unas veces como estrellas fugaces, como roces del céfiro o de la pluma del pavo real, y otras como punzadas de aguijón o levantamientos epidérmicos que nos descubren transparencias insospechadas». En la misma editorial se suceden los volúmenes de sus Obras Completas, a cargo de la diligente Ioana Zlotescu. Y ahora ven la luz estas Greguerías ilustradas valencianas. También en la ciudad del Turia donde, no lo olvidemos, a lo largo de los años diez y veinte aparecieron el primer volumen de Greguerías (1917) y varias de sus novelas el IVAM anuncia una exposición en torno a Ismos. Uno, que ha estado vinculado a todas estas empresas, no puede no recordar los pocos que éramos, en 1980, cuando el Museo Municipal de Madrid fue escenario de la muestra Ramón. Desde entonces, sí, la causa ramoniana ha ganado adeptos.
Un paréntesis sobre el Museo Municipal, ubicado en la calle de Fuencarral. Ahí puede el lector interesado admirar el fantástico despacho de la casa bonaerense del escritor, en la calle Hipólito Yrigoyen, reconstruido tras una cristalera. Ese despacho, al igual que los varios anteriores de Madrid, y muy especialmente el del Torreón de Velázquez, frente al Retiro, debe ser entendido como una extensión de la obra: como una cueva compuesta a base de los objetos, muchos de ellos sublimemente cursis, que Ramón encontraba en el Rastro y lugares similares.
Juan Manuel Bonet