De cuando en cuando, muy de cuando en cuando, todavía algún libro nos sorprende. Suelen ser libros intemporales, a pesar de ser el tiempo, el inexorable paso del tiempo, la materia de que están hechos. Libros ajenos a su época, a la literatura de su época, si es que algo así existe todavía, ajenos a contextos y circunstancias. Libros esquivos. Libros modestos. Libros sigilosos. También existen personas así.
Un verso de Emily Dickinson, una confesión, un eco de otros ecos, un lugar por donde empezar a contar, porque pocas cosas empiezan por el principio y por algún sitio hay que empezar, Everilda Ferriols acaba de publicar un libro que no pasará desapercibido a los lectores con sensibilidad literaria. O con sensibilidad a secas. Aunque la sensibilidad es siempre húmeda. No estoy acostumbrada a la esperanza, tercera estrofa del poema nº 405 de Emily Dickinson, traducido por la gran poeta argentina Silvina Ocampo. Un poema que empieza así: Podría estar más sola / sin mi soledad / tan habituada estoy a mi destino / tal vez la otra paz // podría interrumpir la oscuridad / y llenar el pequeño cuarto / demasiado exiguo en su medida para contener / el sacramento de él // no estoy acostumbrada a la esperanza… La soledad es uno de los grandes temas de este pequeño y sobrio libro, exquisitamente editado, pequeño sólo en número de páginas. La soledad que avanza solapada a paso de lobo, la soledad y el tiempo, su mensajero. Y, otro tema recurrente, otro tema obsesivo que no tarda en aparecer: el vacío. O dicho de otro modo: la presencia de la ausencia. La presencia de esas personas que se ausentaron a destiempo de nuestra vida y del mundo. Algunos hallazgos poéticos, como la propia poesía, nos pertenecen a todos.
No estoy acostumbrada a la esperanza es uno de esos libros, cada día menos frecuentes, escritos por amor a la lectura, hasta el punto de que bien podríamos decir que ese es el verdadero argumento del libro, su contexto, su origen, su circunstancia. Uno de esos libros que nos sorprenden por su frescura. La narradora, acostumbrada a asomarse todos los días a un libro, se asoma un día a su vida y nos cuenta lo que ve hasta donde alcanza su vista. Se sorprende al comprobar que esa vista, cada día que pasa más débil y cansada, en cambio es cada vez más penetrante y aguda. Algunas cosas de las que ve, algunas personas, las reconoce al instante, aunque no hayan representado un gran papel en su vida. Otras le son vagamente familiares, otras desconocidas, y algunas, que esperaba ver, no están. Pero todas, incluso, y sobre todo, las que no están, forman parte del paisaje de su vida. Llegados a este punto, quizá debiéramos advertir al lector. No estoy acostumbrada a la esperanza no es una ficción autobiográfica, ese género hibrido y ambiguo en el que ha devenido la novela. No busque por tanto el lector la verdad de las mentiras de estos textos, no busque esa literatura que intoxica de la que habla la autora. Esto no es literatura. Esto es la materia de la que está hecha la literatura, la materia de la que están hechos los sueños. A la soledad y al tiempo, al vacío y la esperanza, habría que añadir la mentira, sin la que el hombre, nos dice la autora, no podría vivir en este mundo.
No estoy acostumbrada a la esperanza, el relato que abre el libro, es uno de los textos más desesperanzados y desesperanzadores que he leído nunca. En Cartas, otro texto de apenas una página, leemos: “Después de los cuarenta, uno ya no debería sentir ciertas cosas. Y menos aún escribir sobre ellas.” Y sin embargo, es precisamente después de los cuarenta cuando se empieza a perder la esperanza. Cuando se empieza a añorar lo que nunca se tuvo. Es después de los cuarenta cuando empieza todo. “No tengo futuro y mi pasado prefiero olvidarlo”. No somos dueños de nuestra memoria, como tampoco lo somos de nuestros sueños. Lo que no quiere decir que no sean nuestros. A fin de cuentas somos nosotros los que olvidamos, nosotros los que soñamos. Nosotros los que olvidamos los olvidos y los que soñamos en sueños.
En Mentiras, permítanme que vuelva a esas pocas frases perturbadoras, leemos: “Qué extrañas son las mentiras, o qué extraños nosotros que no podemos vivir sin ellas”. Y unas líneas más adelante, esta inapelable e inquietante afirmación: “La verdad, hay que reconocerlo, no es tan importante.” Y no podemos evitar pensar que en el corazón de la mentira anida casi siempre una verdad, y viceversa. Porque la mentira no es la otra cara de la verdad (y viceversa), y ni la necesidad ni el azar rigen nuestro destino. Porque lo que más nos duele, lo que nos deja indefensos, perdidos y sin argumentos, es cuando una mentira deja de ser mentira, o una verdad deja de ser verdad. Entonces descubrimos que vamos a la deriva, que siempre hemos ido a la deriva, que ir a la deriva es la forma natural que tiene el hombre de hacer las cosas. Que la forma más segura de navegar es ir a la deriva.
Everilda Ferriols entra en la literatura, esa tierra de todos y de nadie, con un primer libro de una sorprendente madurez. Relatos desoladores, como lo es la vida tantas veces. Textos breves, algunos brevísimos, pero de una penetración y una sutileza fuera de lo común. Textos de una rara intensidad cuanto más leves parecen. Ninguno desentona, ninguno sobra, y no parece excesivo recurrir en este caso el axioma el todo es más que la suma de sus partes. Un bello libro intemporal que trata del tiempo, del inexorable paso del tiempo, de la soledad, del vacío de nuestra existencia, del amor y del olvido.
Publicado en: Revista TURIA, nº 149-150 (marzo—mayo 2024), págs. 426-428