Algunos recuerdos preferiría no recordarlos. Pero la memoria no nos ahorra nada. Los recuerdos se aferran a las cosas, a las imágenes, se aferran a otros recuerdos, y cuando han sido borrados, voluntariamente borrados, borrados a conciencia, es como si no tuvieras pasado. La memoria nunca fue consoladora.
Corría el año 1946, año especialmente aciago de un siglo aciago. Al acabar la guerra, millones de personas, de hombres, de mujeres y de niños, que “habían tenido suerte” y no había muerto de hambre, de frío o directamente asesinados, son expulsados de los lugares que les vieron nacer, desplazados, deportados, arrancadas sus raíces. Cincuenta años después, uno de esos niños supervivientes vuelve a esos lugares, acompañado de su mujer. Hace tiempo que quería hacer ese viaje. Aunque no puede decirse, hablando con propiedad, que quisiera, sino que más bien aquel viaje se ha convertido para él en una cuenta pendiente. Una cuenta que necesita saldar. Una cuenta pendiente consigo mismo. Y porque de cuando en cuando necesitamos hacer una visita al pasado, volver la mirada atrás antes de seguir adelante, volver a ver esos lugares en los que transcurrió una parte de nuestra vida. Aunque esos lugares ya no existan, aunque esos lugares hayan desaparecido y solo quede el recuerdo de algo que quizá fue. Esos lugares han pasado a la categoría de no-lugares. Algo así como las piezas que faltan para completar el puzle de nuestra vida.
La vida es una suma de cuentas pendientes, de cuentas que dejamos sin pagar y cuentas que dejamos sin cobrar. “Durante mucho tiempo no tuvo el valor ni la calma para realizar ese viaje. Más de medio siglo. Hasta que fue plenamente consciente: si no lo hago ahora, no lo haré nunca. Y jamás volveré a ver los paisajes ni los lugares de antaño, las ciudades, el mar, los árboles, ni tampoco encontraré nunca las piezas que deberían encajar en los vacíos que se abren cuando pienso en el pasado o cuando me piden que describa cómo eran las cosas en aquel tiempo.” Sabe que los tiempos cambian y con ellos las cosas.
Y un buen día, hace las maletas, mapas y guías de los sitios que piensa visitar, alquila un coche, y se pone en camino. Busca la casa del bosque en la que vivió, luego busca el cementerio, lee los nombres grabados en las lápidas, entra en la iglesia, recorre las calles, toma algunas fotografías, compra algunos recuerdos. Han pasado cincuenta años. Muchas cosas han cambiado o desaparecido. Incluso el nombre de la ciudad ha cambiado. Hoy se llama Kaliningrado. Y recuerda, vuelve al pasado: un día el miedo, el recelo, la desconfianza, hicieron su aparición. “De repente se marcharon algunas familias, sin despedirse y sin dejar ninguna dirección de contacto”. Huir, sólo los árboles no huyen. Huir, esconderse. Cada día que pasaba desaparecían algunas familias. Primero las más ricas, las que aconsejaban no huir, no abandonar sus casas, resistir, eran las primeras en desaparecer.
Termina el viaje. Hay que volver a casa, al trabajo, a la rutina. “Tiene cosas que hacer en el jardín y en casa, hace la compra, cocina, lee el periódico y va al bosque”. Su mujer trabaja. De cuando en cuando se acuerdan del viaje. Ahora sabe más cosas, se explica algunas cosas que antes no comprendía. Ha encontrado algunas respuestas, o quizá son preguntas lo que ha encontrado. Pero también sabe que no puede conocerse todo, no puede saberse todo. Buena parte de nuestra vida la vivimos a ciegas, y los años van pasando, el tiempo no se detiene. Hay cosas que no concuerdan, que no encajan, que siguen sin encajar. Entonces vuelven a sacar los mapas. En la Biblioteca consultan algunos directorios y guías telefónicas de la época. Nada. Ni rastro de lo que buscan. Pero ¿saben lo que buscan? “El suelo se hunde. Cede, no es firme. Resbaladizo lo fue en realidad desde el principio.” La memoria no es fiable. Y el pasado te acusa. Nadie sale indemne.
Verena Stössinger (Lucerna, 1951) es profesora de literatura escandinava en la Universidad de Basilea y periodista. Los árboles no huyen es su primera novela traducida al castellano. El relato minucioso de un viaje a los lugares en los que transcurrió la infancia, un viaje en busca de las raíces, sin dramatismo, sin rencor, sin amargura. Algunos “tuvieron suerte” y lograron sobrevivir, nos dice. Otros no. Pero en un viaje encuentras tanto aquello que ibas buscando como lo que no buscabas. Del viaje no vuelves más sabio, sino menos. Y las respuestas que fuiste a buscar se han convertido en nuevas preguntas sin respuesta.
“Trepas a un árbol lo más alto posible, hasta que el tronco comienza a doblarse, y luego todavía un poco más; el árbol empieza a balancearse, se curva; tú sueltas las piernas y te sujetas únicamente con las manos, y te lanzas hacia abajo colgando de la copa del árbol hasta que puedes saltar.” El juego se llamaba “ascensión a los cielos”. Un viaje al pasado tan improbable y azaroso como un viaje al futuro. Un viaje por los vericuetos, entresijos, atajos, sendas y senderos que se bifurcan de la memoria y del olvido. Laberintos, pistas falsas, árboles que no dejan ver el bosque.
“Ahora está ahí, quieto, y no hace nada más que mirar. “Sí.” Su cuerpo lo sabe de inmediato. Pero su cabeza quiere pruebas.” Lo que no recuerda el cerebro, lo recuerda el cuerpo.
¿Dónde anidan los recuerdos? ¿Cómo funciona la memoria? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que podamos volver al lugar de los hechos? ¿Una generación? ¿Cincuenta años? ¿Que nuestros padres hayan desaparecido? ¿Cuánto tarda en cambiar el paisaje? ¿Veinte años? ¿Un segundo? ¿En repoblarse un bosque? ¿En olvidar? ¿En cicatrizar una herida? ¿En perdonar? ¿En volver a empezar?
“Quizá es mejor que algunas cosas permanezcan en la oscuridad.”
Revista TURIA nº 152 (nov. 2024 – Feb. 2025) págs. 266-268