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Exposición de acuarelas “Mar-Nube-Compasión” de Toshiyuki Iwasaki
19 enero 2020
11:00 - 15 octubre 2020
21:00
Memoria del padre: Isao Iwasaki (1933-2019)
En agosto de 2016, Toshiyuki Iwasaki (Chiba, Japón, 1966) viajó por última vez a la playa de Tateyama acompañado de su padre, Isao. Este se sentaba con frecuencia al lado del hijo mientras aquel pintaba sus paisajes marinos. A veces le hacía alguna observación en torno a la factura de la obra que en ese momento tuviese entre manos.
Llevaban más de cuarenta años yendo a esta ciudad costera, con las habituales interrupciones. Al final de aquel último viaje que hicieron ambos, Isao le expresó a Toshiyuki su deseo de volver juntos a Tateyama al verano siguiente. Cada visita le recordaba al anciano su infancia pasada en la isla de Iki. No pudo ser.
En marzo de 2019, Toshiyuki volvió a Tateyama para llevar a cabo un rito de despedida al padre. Ese día pintó una acuarela en la que pueden verse los rayos de sol del ocaso; para los budistas, el Paraíso se encuentra más allá del oeste.
La memoria del padre queda, de este modo, asociada al paisaje de Tateyama que Toshiyuki Iwasaki ha vivido y recreado con gran intensidad. Para él, volver a estas playas bañadas por las aguas del océano Pacífico supone la evocación de la propia infancia; de los días pasados con Isao mientras buscaba conchas o se dedicaba a pergeñar alguno de estos paisajes que quedarán indelebles en su memoria.
Por ello, Tateyama forma parte del yo más íntimo –y, por tanto, más verdadero– de nuestro pintor. Allí cabe buscar su raigambre vital y artística. Unas raíces que recogen la figura del padre; el mismo cuyo epitafio, redactado por un monje budista, reza así: “Kai – Un – Ji”. Esto es, mar – nube – compasión. Y que resumen, con ejemplar sobriedad, la relación paterno-filial.
En 2011, Toshiyuki Iwasaki presentó en una galería del barrio del Carmen valenciano otra muestra, titulada esta vez Con luz natural. Se trataba de un homenaje a la madre. En ella presentó una selección de sus bodegones pintados a la acuarela. Y una serie, la de la rosa que se deshoja hasta quedar completamente marchita, que fue pintada pensando en aquella madre que se acababa de ir, pero que seguía –y sigue– presente en el altar que todavía preside el estudio de nuestro pintor.
Hoy comprobamos, en una aproximación formal, cómo las frutas de aquellos bodegones –un género antaño tan poco apreciado como incomprendido que contó con ilustres practicantes como Juan Sánchez Cotán o Van der Hamen y León, o incluso el muy admirado por Iwasaki Jean-Siméon Chardin–, decíamos, cómo aquellas frutas eran representadas con detalle en una aproximación al naturalismo; y cómo, hoy, los paisajes marinos de Tateyama quedan, justamente, en el lado contrario: más difusos, menos trazados, lo cual puede evocarnos justamente la figura de William Turner cuando cogía el pincel para mojarlo en sus acuarelas.
En cualquier caso, el arte de Toshiyuki Iwasaki hunde sus raíces –a ellas nos remite constantemente– en la vida. Y de ahí su importancia. A ello hay que añadir su radical conciencia de la belleza y de la verdad, unos presupuestos (en absoluto en boga; más bien en descrédito) que nos devuelven la esperanza a cuantos creemos en ellos.
La exploración de la naturaleza –las nubes que observara John Constable, verbigracia; las playas de Tateyama en el caso de Toshiyuki Iwasaki– forman parte de una indagación interior que tiene su reflejo en unas acuarelas de aspecto sobrio pero que, sin embargo, logran transmitir parte de la emoción con que su autor las concibió y llevó a cabo.
Afirma George Steiner que “la creación estética es inteligencia en sumo grado”. Un aserto que podemos aplicar a la labor que nuestro artista nos brinda desde hace ya algunos años. Emoción y razón o inteligencia, pues, a partes iguales.
Rafael Martínez